miércoles, 25 de mayo de 2011

MI PADRE.



Oficialmente nací al mundo una mañana de invierno en una capital de provincias fronteriza con Portugal. En ella vivieron mis padres setenta años juntos. Ahora vive solo mi padre con su “soledad horrible”, según me dijo la otra tarde antes de ir a visitar a las nietas ucranianas que jugaban al hulahop en un parque.



Mi padre es muy mayor y, por lo tanto, un animal de costumbres muy hechas. Todos somos animales de costumbres, pero con el paso de los años nos volvemos más maniáticos. Mi padre siempre ha sido muy pertinaz en todo desde siempre. Un niño bueno al que se podía dejar en un banco público mientras uno hacia un papeleo en cualquier centro oficial cercano, con la seguridad de volverlo a encontrar en el mismo banco y sentado de la misma manera. Último superviviente de nueve hermanos muy longevos, juega al nueve en la lotería y en los cupones y también al trece por mi madre. Aunque ya no esté, mi padre sigue jugando al nueve y al trece como una manera de tenerla presente. La otra manera es cuando, sin darse cuenta, usa el plural para referirse en exclusiva a él. Esta especie de hipóstasis con mi madre la ha tenido siempre. Desde que se hicieron novios, constituyó con mi madre una unidad de destino en lo maternal.



Cuando hablo de animal de costumbres refiriéndome a mi padre no pienso, claro está, en el fiero león, el dorado tigre o el rocoso cocodrilo, todos ellos con sus costumbres y sus manías tan particulares. Ni tan siquiera pienso en el perro o en el gato. Más bien me refiero al caracol, no por su lentitud, que no cuadra en absoluto con la disposición anímica y la capacidad física de mi progenitor, sino por el profundo carácter familiar que le confiere el hecho de llevar la casa encima.



Por las mañanas no para hasta las doce yendo de un sitio para otro, comprando la fruta en donde el frutero de la esquina o yendo religiosamente cada día al supermercado de unos grandes almacenes repletos de jubilados como él. Nunca sale antes de las diez que es cuando llega la muchacha a hacer la limpieza. Un poco antes, duchado y vestido, se coloca tras el ventanal del balcón para ver la moto que traerá a la muchacha y alejará un poco su soledad de hombre antiguo. Entonces sí podría hablar de mi padre como un perro fiel que espera a su dueño.



Las tardes las dedica a leerse tres periódicos de la misma cuerda que completa por la noche con la visión de una cadena de televisión tremebunda donde todo el mundo está muy enfadado. Entre periódico y periódico, hace una pausa y se pone a andar a pasos rápidos y cortos por el pasillo hasta llegar a tres mil quinientos según un aparatito que lleva consigo.



Antes anotaba las horas de sol de cada día del año, que venía en el periódico local, hasta completar una tira larguísima de papel varias veces doblado longitudinalmente y lleno de cifras y letras grandes, pero me parece a mí que ha sustituido el cómputo solar por los pasos.



Cuando no estaba tan asustado, solía andar por la universidad con un palo terciado a la espalda por si tenía que espantar a algún perro. El campus universitario está a las afueras de la ciudad camino de la frontera, que es por donde cogió el coche la última vez para ir a comprar lechugas y no llegó a su destino porque la policía portuguesa lo paró por un pequeño exceso de velocidad que le costó una multa de ciento veinte euros, según me contó cuando se vino conmigo a inflar las ruedas en una gasolinera y, de paso, nos fuimos a la universidad para andar un poco, cosa que no pudimos hacer porque la han vallado y era domingo.



A mi vuelta de la ciudad fronteriza donde nací, me llamó mi hermano para preguntarme cómo había visto al padre. Fue entonces cuando supe que el pobre se había asustado tanto con la policía portuguesa que se puso a llorar en el coche…

2 comentarios:

Malena dijo...

El final me ha dejado triste...
El resto me ha encantado por la cercanía...

BeXo.

El Porquero de Agamenón dijo...

Muchas gracias por su comentario, otro bexo nocturno