viernes, 29 de abril de 2011

FÚTBOL Y CAPITALISMO.





Real Madrid: El ladrillo. Capitalismo financiero y especulador. Construcción de un equipo a base de talonario. Fútbol directo y bursátil.




Fútbol Club Barcelona: La tierra y su pagés. Capitalismo industrial e inversor. Construcción de un equipo a golpe de masía. Fútbol paciente y versátil.

miércoles, 27 de abril de 2011

FORMA Y FUNCIÓN.



Los países angloalcohólicos de la Commonwealth llaman al hígado liver, “el que da vida o vividor” porque antiguamente se creía que el hígado era el órgano vital del cuerpo y no el corazón. La gente moría del hígado porque se ponía amarilla después de haberse puesto morada. El corazón es un órgano tan discreto que prefiere que la gente crea que se ha muerto de otra cosa. En aquella época nadie moría de cardiopatía. No existía por la sencilla razón de que tampoco existían los cardiólogos. Son tan importantes los cardiólogos que se han convertido en los nuevos curas a la hora de amargarnos la existencia.




Todo esto viene a cuento para ilustrar un principio básico de la Gramática que dice que la necesidad de una función, cardiólogo, crea la enfermedad, cardiopatía, que a su vez, crea al órgano, corazón. Si alguien cree que exagero o que cambio la cadena lógica, baste recordar que hasta hace muy poco los sexoadictos no existían como tampoco existía el trastorno bipolar ni el fracaso escolar. Había maníacos-depresivos, folladores natos y niños que cateaban pero no fracasaban por la sencilla razón de que no existían los pedagogos modernos. Los niños de aquella época feliz cateábamos y nos íbamos tranquilamente de vacaciones con nuestros padres.

lunes, 25 de abril de 2011

EL OJO DE DIOS.





La mirada divina, por ser ubicua y totalitaria, concede la misma importancia a todo. La eternidad todo lo iguala; las acciones ínfimas y las superiores.

viernes, 22 de abril de 2011

EL SUPERMERCADO DE ABAJO II




(Continuación de “el supermercado de abajo”, entrada 8-4-11, el oficio de escribir)





...Nada más entrar con la estampida inicial, en la misma antesala de las cajas, fui embestido por el carro de una señora que no sólo no me pidió perdón sino que me echó la culpa por haberme interpuesto en su camino. Es posible que tuviera razón el carro. La masa con la que entré estaba obsesionada con pillar un carrito o soltar el que traía de afuera para atarlo con una cadena y coger el del supermercado. Fue todo tan rápido que, llevado yo mismo por el frenesí masivo, pudiera ser que me interpusiera irresponsablemente en su camino. Pero el caso es que el carro de la señora en cuestión también formaba parte de la masa entrante y sin embargo no tuvo la más mínima duda acerca de mi responsabilidad en el altercado. Supongo que ese sería el motivo por el que la señora, en simbiosis con su carro, se consideró totalmente exenta de pedir perdón.





No repuesto todavía de la señora del carro, veo que el viejo ultrarrápido y ultramoderno está depositando una ristra numerosa de panes en la cinta de la primera caja de la derecha. Ha sido el primero en entrar y va a ser el primero en salir. La caja del viejo ultrarrápido colinda con la panadería. La muchedumbre de la cola de la caja se confunde con la muchedumbre que se abalanza sobre el pan que a su vez se abalanza sobre la reponedora del pan como si la reponedora fuera el regalo oculto de un roscón de reyes. “Esto se hunde”, me dice la voz interior de Estosehúnde Ibáñez mientras un culo enorme y desnudo inunda por completo mi sentido de la vista y del decoro. Poniéndonos clásicos, podríamos decir que la confusión de los tiempos y de las muchedumbres queda perfectamente resumida en ese culo que está haciendo acopio de pan y del que no puedo ni tan siquiera adivinar un mínimo tanga, pues los pliegues de las carnes que se agolpan confusas y centrípetas no me permiten absolver a la dueña ni siquiera mínimamente de una falta tan absoluta de pudor. No hay tejido que absuelva al ostentoso culo porque esto es el infierno y en el infierno no hay salvación.





El culo impúdico me perseguirá como una pesadilla a lo largo de mi estancia en el supermercado. Lo volveré a ver en la pescadería cuando se agache a colocar el pescado que acaba de comprar en la cesta y un poco más tarde cuando recoja de la estantería de abajo la lejía para el suelo. Afortunadamente en ese momento pasa el viejo del alféizar que desvía por completo mi atención. El viejo del alféizar pasa por mi lado casi rozándome, con la mirada perdida buscando no se sabe qué. Atraviesa pasillos sin rumbo cierto, sin comprar nada que lo justifique. Desprovisto de las gafas de sol, parecieran vacías y eternas las cuencas de sus ojos. El viejo del alféizar se ha vuelto de improviso muy antiguo hasta adquirir la condición mitológica de un laberinto. “Esto se hunde” vuelve a tronar la voz. La gente pasa con sus carritos como si el supermercado fuera una pista de coches de choque. Ahora mi cajera favorita ha dejado la pescadería y está asomada al precipicio del congelador de verduras vaciando lo más aprisa que puede dos carritos de congelados que interrumpen la circulación. Mi cajera favorita es la única que conserva la consistencia del cuerpo del curso escolar gracias a un fajín que realza sus pechos y aprieta su trasero. La función del fajín, qué duda cabe, es protegerla de cualquier daño en la zona lumbar, pero también a mi me protege de caer en el más absoluto desconsuelo haciéndome intempestivas preguntas acerca del sentido de la vida.





Ante la interrupción del tráfico en el pasillo donde opera mi cajera favorita con sus dos carritos de congelados, los clientes se dan la vuelta para entrar a formar parte del atasco monumental que se está formando en el pasillo paralelo. La causa primera es una máquina limpiadora del suelo que choca continuamente con los conductores de los carritos que vienen de frente sin mirar, fijos sus ojos en los estantes laterales y sordos sus oídos a las peticiones de la obrera conductora. Es comprensible que si los cuerpos de las obreras se resienten en verano también lo es que los sentidos de los clientes rebajen sus funciones. Sobre todo el sentido del oído, machacado inmisericordemente por los continuos anuncios de ofertas de productos que interrumpen provisionalmente una música constante y ratonera de cantantes clónicos que se han unido para cantar la misma canción en el tono más agudo posible. Claro que de esto no son conscientes ninguno de los clientes que acuden al supermercado en verano porque, si lo fueran, una de dos, o no acudirían al supermercado religiosamente cada mañana a la misma hora o bien implorarían al jefe del supermercado que suprimiera el ruido para ratones y en su lugar emitiera una música acompasada y tranquila que les devolviese su humana condición.





Nada de esto se va a producir por supuesto, porque si no, no estaría yo observando el pasillo del atasco monumental donde un tipo alto y gordo con todas sus grasas expeliendo sudor lanza un grito y dice “¡Ya no puedo más, esto es increíble!” y al mismo tiempo abandona su carrito con un saco de patatas y una bolsa de tomates dentro, llevándose por delante a un par de niños que jugaban pegados a las faldas de su mamá.





La causa segunda del monumental atasco son las dos colas enfrentadas cuyo origen está en las balanzas destinadas a pesar las frutas y verduras, que debido a la crisis, ya no vienen en paquetes indivisibles sino en solitarias unidades que hay que escoger y seleccionar, meter en una bolsa para después dirigirse a las balanzas situadas detrás de unas columnas. En una de esas columnas, al lado de una de las balanzas, está el viejo mitológico. El viejo mitológico no pesa nada ni hace nada. Aferrado al sombrero con sus dos manos, mira fijo hacia delante sin moverse un milímetro porque el viejo mitológico ha asumido la condición superior y simbólica de cariátide despavorida por la locura de estos tiempos donde la gente se va de vacaciones para descansar y quitarse el estrés y sin embargo vuelve mucho más tensa y cansada.





Vista con cierta distancia la trampa mortal del pasillo paralelo, vuelvo al pasillo donde mi cajera favorita me recibe con una sonrisa. Mi cajera favorita ha vaciado los carros de los congelados que han desaparecido y ahora se dedica a recolocar los productos con cierto esmero para darse un respiro y tener tiempo para hablar conmigo un rato antes de volver a la pescadería donde tendrá que sustituir a una compañera para que pueda ir a desayunar. La sonrisa de mi cajera favorita es una sonrisa de oasis que significa que debo acercarme lo más posible para hablar mientras ella va ordenando con parsimonia las bolsas…




miércoles, 20 de abril de 2011

CONFESIÓN ÍNTIMA





No creo en Dios pero, a cambio, creo en mi inconsciente.

lunes, 18 de abril de 2011

MOOD.


Tenía tanta mala leche que brillaba por su presencia.

viernes, 15 de abril de 2011

PREGUNTA



Si en la naturaleza la belleza sirve para tantas cosas. ¿Por qué iba a ser inútil en nuestras vidas?

miércoles, 13 de abril de 2011

EL ESCRITOR DESCONOCIDO Y SU NOVIA.

El escritor desconocido del taller de escritura creativa también se ha apuntado a la moda chamánica en compañía de todos sus alumnos. Cada vez se parece más al charlatán brasileño y se aleja a pasos agigantados del gran maestro argentino, si es que alguna vez estuvo cerca, cosa que dudo. De hecho he podido comprobar que ya casi no lo cita. Un día se marcó un discurso en defensa de la literatura mágico-medieval que me puso los pelos de punta. Parapetado en mi sólida formación alemana, aguanté el tirón por mucho que inusualmente me mirara con ganas de que entrara a por uvas. No caí en la trampa. Algún imbécil dirá que lo soporté con paciencia oriental. Tonterías. En mi mente tenía yo incrustada como una gamba la imagen de Wittgenstein, mi filósofo favorito para los casos agudos de incontinencia verbal. Un buen día, Wittgenstein se levantó y dijo “De lo que no se sabe, mejor callar” y puso fin a la filosofía oriental y a gran parte de la filosofía occidental.

Supongo que la noche anterior el escritor desconocido se la habría pasado practicando el amor tántrico con su nuevo ligue, la profesora de yoga, y a la mañana siguiente venía con las ganas reprimidas de eyacular y me tocó a mí aguantar el chaparrón. La profesora de yoga tiene una delgadez enfermiza. Es vegetariana y un montón de cosas más con nombres rarísimos. Un absoluto coñazo si uno quiere comer, como me pasó la única vez que por compromiso me vi obligado a compartir mesa y mantel con mis compañeros del taller, el escritor desconocido y su nueva novia. Claro que decir mesa y mantel teniendo al lado a la profesora de yoga no deja de ser una exageración.

En primer lugar porque los veinte y nueve acompañantes de la profesora de yoga aquella noche no compartimos nada. Más bien ella tuvo a bien imponernos su restaurante vegetariano favorito situado en una calle tristísima y solitaria, regentado por un matrimonio solitario y tristísimo del que la vida huyó despavorida hace tiempo. Lo único que compartimos en realidad fueron cuatro mesas juntas, (para colmo a mí me tocaron unas robustas patas), una música repetitiva y monocorde, un insoportable hedor a pachulí y un trasunto de comida en un montón de platillos escuálidos y esmirriados. En lo único que el matrimonio estuvo generoso fue en el precio que nos clavó por no comer.

Conclusión. Nada más salir del restaurante, alegué el socorrido dolor de cabeza de mi mujer, torcí la esquina y me encaminé a paso rápido hacia la plaza de la Gamba Alegre donde pude por fin restaurar mi estómago en el mesón “El cochino divino” a cuenta de una ración de jamón como dios manda y un buen plato de secreto ibérico. Hay que tener mucho cuidado con quien se come. Por eso hace tiempo que trasladé la soledad y el apartamiento de mi escritura al comer. Mejor solo que mal acompañado. Hay mucha gente a la que le resulta insoportable comer sola. A mí lo que me resulta insoportable es no comer cuando quiero comer.



El escritor desconocido, desde que conoció a su nueva novia, está más desconocido si cabe. Ha adelgazado como diez quilos y llega por las mañanas con cara de no haber dormido. De ahí que uno pueda concluir que a la novia le va el amor tántrico a destiempo. Sobre todo con respecto al escritor desconocido que debe andar bien entrado en la cincuentena. La profesora de yoga tiene casi todas las clases por la tarde excepto una mañana que entra a las doce. Eso lo explica todo. No me extraña que el pobre escritor desconocido esté no sólo abducido sino acarajotado por la falta de sueño. No me extraña que le haya dado por los misticismos fofos y se ponga a defender en clase las novelas catedralicias con sus pilares y sus vientos.



No sé por qué en un momento de su disertación arquitectónica me vino la imagen del Corte Inglés. Acerté de lleno como si fuera un profeta de la Tierra Extrema porque, nada más asaltarme la oprobiosa imagen como un mono saltarín, el escritor desconocido nos comunica henchido de gozo que la disertación de esta mañana será la base para una conferencia que va a pronunciar la semana que viene en Ámbito Cultural del Corte Inglés dentro de un ciclo de conferencias sobre “Literatura y Espíritu”. La suya llevará por título: “El escritor, ¿un chamán?”.



Ahora me explico también las ganas que tenía de que yo interviniera. ¡Pretendía que le ayudara a escribir la conferencia mediante el socorrido truco de hacer pasar por preguntas retóricas y antítesis propias, mis lúcidas intervenciones a las que él respondería con su exposición! ¡Qué mamón! No tengo nada contra la masturbación pública de ningún artista o escritor. Lo que me molesta es que el masturbador quiera usar impunemente mi miembro. ¡Como me alegré de no haber pronunciado una palabra! De haberlo hecho, le hubiera exigido parte de sus honorarios. ¡Y por supuesto que asistí a su conferencia atestada de viejas en formol y alumnos sentados todos en las primeras filas en torno a la profesora de yoga a la que parecían defender de no se sabe qué!...



lunes, 11 de abril de 2011

CINCUENTENA.


A esa edad hay que ser muy prácticos y dedicar a la copulación el tiempo imprescindible. A esa edad uno no puede perder el tiempo haciendo el amor. A esa edad se folla cuando se folla y nada más.

viernes, 8 de abril de 2011

EL SUPERMERCADO DE ABAJO.



En verano soy un escritor en fuga. Visitar el supermercado de abajo en verano es un reto a la resistencia de mi concha para ver si es capaz de aguantar una presión de cientos de kilos por centímetro cuadrado. Pero hoy, lunes, que es cuando mi cajera favorita me ha dicho que se produce la tormenta perfecta, voy a viajar al centro del infierno. La acera del supermercado de abajo es ancha y espaciosa, capaz de contener por sí misma un edificio. En el borde con la calzada hay una fila de palmeras que sólo miro cuando a ellas se sube un artrópodo humano para cortar sus mortales hojas.



La paradisíaca estampa matutina en nada hace presagiar la estampida posterior. Tan sólo hay un viejo sentado en el alféizar de una de las enormes cristaleras que traslucen pasillos con carros de la compra atestados de mercancía que un pequeño enjambre de obreras intenta vaciar. No lo conseguirán por completo y esa será una de las causas de la tormenta perfecta. El viejo sentado en el alféizar calza sombreo de paja, gafas oscuras, camisa a cuadros, pantalón corto hasta las rodillas y un carrito con ruedas. Los viejos de hoy son los que más acusan la modernidad de los tiempos. Los viejos y las viejas de hoy no quieren ser viejos y se ponen pantalones de pescador ridículos, camisetas deportivas grotescas o unos vestidos ajustadísimos con escotes imposibles y unos tintes de bruja de barrio sésamo.



El viejo del alféizar esta solo hasta que una obrera del interior sale con el carro de la limpieza para vaciar los ceniceros de la entrada, recoger los papeles y las botellas de plástico del suelo mientras va llegando más gente, viejos en general, que se instala en la acera como pájaros de Hitchcok. Algunos empiezan a recibir estratégicas llamadas telefónicas de sus olvidadizas mujeres que les hacen un encargo de última hora o son ellos los que llaman inseguros. Mientras tanto, la edad del público que espera ha bajado notablemente pero sin llegar nunca a la juventud que a esas horas duerme un sueño eterno. Hay amas de casa cincuentonas y parejas cuarentonas de veraneantes con niño incluido que juguetea aburridamente con el brazo de su padre. Nadie habla con nadie pero todo el mundo empieza a mirar la hora. El viejo del alfeizar se ha levantado y se ha dirigido hacia la entrada como si quisiera hacer ostensible un derecho inalienable de ser el primero. Sin embargo un viejo más moderno se ha colocado en la parrilla de salida e indica a la obrera limpiadora señalándose la muñeca que ya es la hora. Parece evidente que el viejo de la parrilla es guiri porque no emite ninguna palabra. Parece evidente también que la obrera limpiadora hace un intento de comunicación, cortado rápidamente por su instinto de supervivencia que la obliga a iniciar camino de retorno hacia lo más profundo. La entrada principal, semioculta aún por la cortina metálica, deja ver los cuerpos cortados del resto de obreras que se mueven como rabos de lagartijas. Son cuerpos convulsos por la hora apremiante y la imposibilidad de tenerlo todo a punto.



En invierno, los cuerpos de las obreras tienen una consistencia y una solidez humanas. Ahora son cuerpos fofos y, a la vez, rígidos, como marionetas a punto de romperse. Sus cuerpos han perdido el ritmo exterior del paseo por el parque con los niños y se han impregnado del paso corto y rápido de los pasillos del supermercado sin más horizonte vital que las estanterías. ¿Y los rostros? Sus rostros han perdido el nombre que los identificaba y se han igualado en el hundimiento de ojos y en el aumento de bolsas. Una piel cerúlea y una mirada perdida indican que son rostros imposibles de reparar por ningún maquillaje. Sus cuerpos y sus rostros llevan adheridos la promesa de un futuro mejor cuando las mochilas vuelvan a las espaldas de sus hijos como prueba irrefutable de que el orden ha vuelto al mundo. Mientras tanto, sobreviven como zombis.



Indescriptible la cara de estupefacción de mi cajera favorita al otro lado del mostrador de la pescadería cuando me vio. Sus ojos hicieron la pregunta “¿Qué haces tú aquí?” que en ella se quedó pues no estaba hecha para ser oída. Desde la sabiduría de la esfinge pude apreciar cómo su rostro, una milésima antes de la estupefacción, se había iluminado en la creencia de que yo era septiembre. No había cogido el preceptivo número porque no pensaba comprar. Tratándose de la pescadería, me permití esa licencia. Una cosa era viajar al infierno y otra bien distinta abrasarse por dentro en una espera interminable. La pescadería, como la carnicería, suele estar en lo más hondo del supermercado. En este caso también venían a morir los pasillos que empezaban un poco después de las cajas y recorrían longitudinalmente el supermercado. El atasco estaba asegurado al confluir la muchedumbre que se agolpaba ante el pescado con la muchedumbre de peatones enloquecidos que transportaban veloces carritos para pasar de un pasillo a otro. Allí fui zarandeado varias veces. No sería la última. Tampoco la primera…

miércoles, 6 de abril de 2011

EL BAR DE MI EX VECINO



En los tiempos antiguos de cuando el ladrillazo, las aceras de mi casa antigua estaban repletas de inmobiliarias, pubs ingleses y bares autóctonos. Los bares autóctonos tenían horario diferente y clientela más diferente todavía. Eran bares nacional-populares de menús obreros al mediodía y pescaíto por la noche. Con su botella de vino y el palillero en el centro del mantel de papel esperaban al mediodía a un ejército de curritos que acudía con puntualidad cuartelera. La botella de vino de la casa y los palillos eran testigos de la honestidad de los oficios en que se empleaban afanosamente los curritos para no dejar un palmo de terreno sin edificar.



El bar de mi ex-vecino y otro de la acera de enfrente, pegado a la inmobiliaria de los italianos, eran quienes se llevaban el gato al agua. El bar de mi ex-vecino y su mujer distaba unos setenta metros de la casa donde pernoctaban. (Me alegra comprobar que mi pericia como escritor va en aumento. No podía haber expresado con mayor exactitud la idea de que la pareja hostelera no vivía en su casa sino en el bar. El escritor desconocido del taller de escritura creativa suele poner un mohín, que intenta a duras penas reprimir, cuando lee palabras como pernoctar. Dice que, aunque correctas, son un poco antiguas. En el fondo sé que quiere decir rancias, pero se controla. A mí no me molesta en absoluto ser un escritor desfasado que escribe pernoctar, comodidad, influir, pericia y demás. Jamás escribiré palabros como confortabilidad o influenciar como muchos escritores afamados. Yo seré un escritor sin historia condenado al polvo y al olvido pero tengo un oído de la hostia).



Todas las mañanas muy temprano escuchaba el gargajo de mi vecino al paso de mi ex-casa en dirección al bar. En vez de hacerlo por la avenida principal, mi vecino se internaba por un estrecho pasillo paralelo que lo llevaba a la puerta trasera. Cuando en verano lo veía venir de noche o a las cinco de la tarde para dormir una reparadora siesta, mi vecino componía a la perfección el mandato divino de ganarás el pan con el sudor de tu frente. Nada más conocerlo, mi inconsciente introdujo una pequeña revolución en mi imaginario infantil. Las figuras bíblicas de Adán y Eva saliendo del paraíso mirando al suelo y ella cubriéndose las vergüenzas mientras un iracundo ángel los arreaba con flamígera espada, fue sustituida por el regreso diario de mi vecino y su mujer. En verano el bar de mi vecino era un infierno. Daba grima verlos venir sudorosos y encorvados mirando al suelo.



Mis vecinos eran adictos al trabajo. Ella, por ser la cocinera y porque tenía que hacer la casa, iba siempre un poco más tarde al bar, pero ambos volvían muy de noche tanto en invierno como en verano. Hiciera frío, calor, lloviera a mares o soplara el levante. Tanto trabajo y tanto esfuerzo hicieron que mis vecinos tuvieran muchas posesiones. Poseían tres casas que alquilaban y uno o dos taxis. Taxista fue el oficio primero de mi vecino después de abandonar el campo. También tenían tierras. Una vez me regalaron unos aguacates un poco pasados que se habían traído del pueblo. Cuando nació mi hijo, le regalaron un vestidito a cambio de aumentar su casa a costa de la mía. Siempre mantuvimos una relación comercial equilibrada. Si yo, por ejemplo, le daba una bicicleta casi nueva de mi hija mediana favorita, él un día me cobraba una copa de coñac a mitad de precio. Si mis vecinos hubieran sido de otra manera, podría escribir que ganaban mucho dinero pero, como soy un escritor preciso, lo más exacto sería poner que juntaron muchos euros.



Mis vecinos no gastaban nada. Ahorraban echando miles de horas en el bar. Incluso mi vecino perdía parte de su precioso tiempo en pelar a un chucho zarrapastroso que tenía siempre metido en un patio de uralita que se había construido a expensas de la comunidad cuando fue presidente. Pelar al chucho le evitaba pagar una cantidad desorbitante de dinero en la clínica canina a la vez que daba ocupación al desocupado viento que traía alborozado hasta mi puerta los pelos del zarrapastroso perro. Mi vecino lo pelaba todo. Pelaba patata a patata unos sacos enormes. Me lo hizo ver el dueño del bar de la competencia. En vez de comprar las patatas peladas y cortadas como es lo habitual en bares que sacan mucha mercancía, mi vecino y su mujer se ponían a pelar patatas con paciencia japonesa…


lunes, 4 de abril de 2011

CRISIS.¿WHAT CRISIS?




El problema no está sólo en si salimos o no salimos sino en los que no han entrado.

viernes, 1 de abril de 2011

TIEMPOS MODERNOS.


El principio de excelencia y el gusto por la obra bien hecha son una anécdota.