viernes, 22 de abril de 2011

EL SUPERMERCADO DE ABAJO II




(Continuación de “el supermercado de abajo”, entrada 8-4-11, el oficio de escribir)





...Nada más entrar con la estampida inicial, en la misma antesala de las cajas, fui embestido por el carro de una señora que no sólo no me pidió perdón sino que me echó la culpa por haberme interpuesto en su camino. Es posible que tuviera razón el carro. La masa con la que entré estaba obsesionada con pillar un carrito o soltar el que traía de afuera para atarlo con una cadena y coger el del supermercado. Fue todo tan rápido que, llevado yo mismo por el frenesí masivo, pudiera ser que me interpusiera irresponsablemente en su camino. Pero el caso es que el carro de la señora en cuestión también formaba parte de la masa entrante y sin embargo no tuvo la más mínima duda acerca de mi responsabilidad en el altercado. Supongo que ese sería el motivo por el que la señora, en simbiosis con su carro, se consideró totalmente exenta de pedir perdón.





No repuesto todavía de la señora del carro, veo que el viejo ultrarrápido y ultramoderno está depositando una ristra numerosa de panes en la cinta de la primera caja de la derecha. Ha sido el primero en entrar y va a ser el primero en salir. La caja del viejo ultrarrápido colinda con la panadería. La muchedumbre de la cola de la caja se confunde con la muchedumbre que se abalanza sobre el pan que a su vez se abalanza sobre la reponedora del pan como si la reponedora fuera el regalo oculto de un roscón de reyes. “Esto se hunde”, me dice la voz interior de Estosehúnde Ibáñez mientras un culo enorme y desnudo inunda por completo mi sentido de la vista y del decoro. Poniéndonos clásicos, podríamos decir que la confusión de los tiempos y de las muchedumbres queda perfectamente resumida en ese culo que está haciendo acopio de pan y del que no puedo ni tan siquiera adivinar un mínimo tanga, pues los pliegues de las carnes que se agolpan confusas y centrípetas no me permiten absolver a la dueña ni siquiera mínimamente de una falta tan absoluta de pudor. No hay tejido que absuelva al ostentoso culo porque esto es el infierno y en el infierno no hay salvación.





El culo impúdico me perseguirá como una pesadilla a lo largo de mi estancia en el supermercado. Lo volveré a ver en la pescadería cuando se agache a colocar el pescado que acaba de comprar en la cesta y un poco más tarde cuando recoja de la estantería de abajo la lejía para el suelo. Afortunadamente en ese momento pasa el viejo del alféizar que desvía por completo mi atención. El viejo del alféizar pasa por mi lado casi rozándome, con la mirada perdida buscando no se sabe qué. Atraviesa pasillos sin rumbo cierto, sin comprar nada que lo justifique. Desprovisto de las gafas de sol, parecieran vacías y eternas las cuencas de sus ojos. El viejo del alféizar se ha vuelto de improviso muy antiguo hasta adquirir la condición mitológica de un laberinto. “Esto se hunde” vuelve a tronar la voz. La gente pasa con sus carritos como si el supermercado fuera una pista de coches de choque. Ahora mi cajera favorita ha dejado la pescadería y está asomada al precipicio del congelador de verduras vaciando lo más aprisa que puede dos carritos de congelados que interrumpen la circulación. Mi cajera favorita es la única que conserva la consistencia del cuerpo del curso escolar gracias a un fajín que realza sus pechos y aprieta su trasero. La función del fajín, qué duda cabe, es protegerla de cualquier daño en la zona lumbar, pero también a mi me protege de caer en el más absoluto desconsuelo haciéndome intempestivas preguntas acerca del sentido de la vida.





Ante la interrupción del tráfico en el pasillo donde opera mi cajera favorita con sus dos carritos de congelados, los clientes se dan la vuelta para entrar a formar parte del atasco monumental que se está formando en el pasillo paralelo. La causa primera es una máquina limpiadora del suelo que choca continuamente con los conductores de los carritos que vienen de frente sin mirar, fijos sus ojos en los estantes laterales y sordos sus oídos a las peticiones de la obrera conductora. Es comprensible que si los cuerpos de las obreras se resienten en verano también lo es que los sentidos de los clientes rebajen sus funciones. Sobre todo el sentido del oído, machacado inmisericordemente por los continuos anuncios de ofertas de productos que interrumpen provisionalmente una música constante y ratonera de cantantes clónicos que se han unido para cantar la misma canción en el tono más agudo posible. Claro que de esto no son conscientes ninguno de los clientes que acuden al supermercado en verano porque, si lo fueran, una de dos, o no acudirían al supermercado religiosamente cada mañana a la misma hora o bien implorarían al jefe del supermercado que suprimiera el ruido para ratones y en su lugar emitiera una música acompasada y tranquila que les devolviese su humana condición.





Nada de esto se va a producir por supuesto, porque si no, no estaría yo observando el pasillo del atasco monumental donde un tipo alto y gordo con todas sus grasas expeliendo sudor lanza un grito y dice “¡Ya no puedo más, esto es increíble!” y al mismo tiempo abandona su carrito con un saco de patatas y una bolsa de tomates dentro, llevándose por delante a un par de niños que jugaban pegados a las faldas de su mamá.





La causa segunda del monumental atasco son las dos colas enfrentadas cuyo origen está en las balanzas destinadas a pesar las frutas y verduras, que debido a la crisis, ya no vienen en paquetes indivisibles sino en solitarias unidades que hay que escoger y seleccionar, meter en una bolsa para después dirigirse a las balanzas situadas detrás de unas columnas. En una de esas columnas, al lado de una de las balanzas, está el viejo mitológico. El viejo mitológico no pesa nada ni hace nada. Aferrado al sombrero con sus dos manos, mira fijo hacia delante sin moverse un milímetro porque el viejo mitológico ha asumido la condición superior y simbólica de cariátide despavorida por la locura de estos tiempos donde la gente se va de vacaciones para descansar y quitarse el estrés y sin embargo vuelve mucho más tensa y cansada.





Vista con cierta distancia la trampa mortal del pasillo paralelo, vuelvo al pasillo donde mi cajera favorita me recibe con una sonrisa. Mi cajera favorita ha vaciado los carros de los congelados que han desaparecido y ahora se dedica a recolocar los productos con cierto esmero para darse un respiro y tener tiempo para hablar conmigo un rato antes de volver a la pescadería donde tendrá que sustituir a una compañera para que pueda ir a desayunar. La sonrisa de mi cajera favorita es una sonrisa de oasis que significa que debo acercarme lo más posible para hablar mientras ella va ordenando con parsimonia las bolsas…




2 comentarios:

Noite de luNa dijo...

Señor Porquero, luego vuelvo...

Un abrazo

El Porquero de Agamenón dijo...

No se preocupe, yo aún estoy en el supermercado,