miércoles, 23 de junio de 2010

MI FRIGORÍFICO ALEMÁN.(Fragmento)









Estoy muy orgulloso de mi frigorífico. Consta de dos cuerpos independientes. A la izquierda, un congelador superfrost con alarma y ocho cajones. A la derecha el frigorífico propiamente dicho. Premium frost free. Debo aclarar cuanto antes que, a pesar del inglés, mi frigorífico es alemán. Consecuentemente, mi frigorífico se porta como el banco central europeo. Está dotado de un sistema infalible de cierre que no permite que se abra cuando uno quiera. Si uno se equivoca y cierra la puerta tras meter el pepino y se le ha olvidado, en lo que va, sacar el tomate, uno debe esperar su tiempo. Mi frigorífico y yo estamos hechos el uno para el otro. Incluso antes de conocernos, nuestra medida del mundo coincidía exactamente con nuestra altura; un metro, ochenta y cinco. Estoy escribiendo esto y, conforme acumulo palabras, se me van poniendo los pelos de punta.




Hasta que no lo conocí, no sabía yo la relación íntima que un escritor sin historia podía tener con un frigorífico alemán. La primera vez que lo abrí, una vaharada antigua me trasportó a cuando me iba a Falange a jugar al ping.pong. Cuarenta años sin jugar a la pelotita y hace dos días acabo de obtener el subcampeonato en la liguilla del club. Mi frigorífico alemán pertenece a la segunda casa que me compré. La primera la adquirí a la edad en que muchos de mis amigos se habían comprado la segunda en el campo, incluso la tercera para cuando la niña creciera. En general mis amigos me suelen llevar un par de casas de adelanto. Mi primera casa estaba muy cerca de la playa. Craso error. Una algarabía atroz era producida a diario por el ladrillo y por unos rumanos desaprensivos armados de acordeón y violines que amenizaban gratuitamente mis tardes hasta las once de la noche. Diez años de martillo neumático y turismo contribuyeron a que mi mujer y yo decidiéramos, con el beneplácito de nuestro hijo y su mochila, internarnos en el interior del pueblo costero y vivir una vida tranquila. Un buen día pasamos el rubicón de la mediana que tardaron en construir año y medio y nos introdujimos en la inmobiliaria de los italianos de ojos claros que estaba enfrente. Tuvimos que vender la casa donde vivíamos, el estudio de mi mujer y meternos en una hipoteca. Mereció la pena. Los italianos de la inmobiliaria eran cuatro y un autóctono. Él autóctono, como su propio nombre indica, no era italiano pero lo parecía por su gran parecido físico con Adriano Celentano, mi cantante preferido.




Me enamoré del Celentano cuando lo vi cantando “Qui non labora non fa la more” en el festival de San Remo. Desde entonces permanece congelado en mi memoria en forma de cubito de hielo bajo la amorosa tutela del frigorífico alemán. A medida que el cubito Celentano se deshace en mi boca, deja escapar los sabores refrescantes de las grandes damas italianas de la canción. Mina y Patty Bravo. Desde sus perfiladísimas cejas contemplan la candidez de Gigliola Cinquetti, la elegancia de Iva Zanicci, el suicidio ciao, amore,ciao de Dalida y el vuelo azul de Domenico Modugno que era igualito a mi peluquero, alias “el bigotino”. La perfección del bigote del bigotino rimaba en consonancia perfecta con sus afiladísimas tijeras que enarbolaba como un asesino antes de practicarle a mi cabello infantil un corte radical.


El cubito de hielo de Celentano no tiene nada que ver con los cantantes multicolores de ahora, tan parecidos a los tintes del supermercado de abajo. Celentano, camisa negra, corbata de lunares, sombrero mafioso y una chulería infinita encima de un escenario, tampoco tiene nada que ver con las metáforas facilonas que el escritor desconocido del taller me propone para aludir a la nostalgia del tiempo que pasa; memoria viva, memoria personal, asignaturas pendientes, recuerdos imperecederos, baúl de los recuerdos y demás topicazos. “Los elementos de la comparación, base de la metáfora, deben ser proporcionados. Comparar los recuerdos, calidez, con un cubito de hielo es un contrasentido absoluto, una sinestesia imposible. No se pueden mezclar churras con merinas. Para hacerlo hay que tener la maestría de los grandes escritores y usted, evidentemente, no la tiene y dudo mucho que la pueda tener”, me dice masticando las palabras mientras un alíen hambriento me está comiendo las tripas. Y sigue: “El hecho de que la literatura no tenga la exactitud de las matemáticas no es ningún pasaporte para que cualquiera escriba como quiera. No se puede escribir confusamente sobre la confusión”.




Antes de que le dé tiempo a darme la espalda y saludar al tendido, le digo que lo tengo muy claro. “Para mí la literatura es precisamente poder mezclar las churras con las merinas. Elevarme con una frase exquisita, un pensamiento superior, para después refocilarme en lo más canalla y soez. Soy múltiple y multiforme y no me conformo con un estilo, el suyo, que me recuerda a los muertos”, le digo casi sin aire y, tras una pausa brevísima para respirar, remato: “Las matemáticas tampoco son exactas. Las más bellas metáforas matemáticas, principio de incertidumbre, números reversibles, teoría de las catástrofes, principio de incompletitud, hablan precisamente de inexactitud”.


Fuera de sí, el escritor desconocido me grita que soy un provocador y que no puede permitir que alguien como yo le reviente la clase. Un silencio general atestigua mi soledad ante el peligro inminente de ser expulsado. O saco la espada samurai que no saqué la vez anterior o me la envaino de nuevo. Esta vez no me sale de mis cojones. Mi ángel de la guarda, Bukowski, acude en mi ayuda recordándome un verso suyo que acoplo perfectamente a la situación y sirve para romper el hielo: “Es que yo amo a mi frigorífico, nena” que pronuncio con acento vaquero del Oeste mientras dirijo una pistola imaginaria a mis sienes.


Leve sonrisa del escritor desconocido repetida inmediatamente por sus alumnos y por mí. El escritor desconocido me dice: “Vamos a relajarnos. Ya ha tenido usted su minuto de gloria”


¡El minuto de gloria lo tengo ahora, capullo, que te estoy escribiendo por segunda vez! Ayer me pasé todo el día redactando esta puñetera página que he perdido por la mañana muy temprano en algún lugar inencontrable del ordenador. Te he tenido que rehacer frase a frase para recomponer la melodía perdida sabiendo que ninguna sonará de la misma manera. No importa. Cuando se tiene la música dentro, los instrumentos sobran. Esta música me dice que puedo entender el fracaso de los demás porque también es el mío, que puedo soportar la mediocridad general porque, aún no siendo mía, demasiadas veces me he sentido muy próximo. Lo que de ninguna manera soporto es, que desde la imposibilidad del vuelo, se enseñe a las águilas la manera más sencilla y rápida de cortarse las alas. Te lo digo, mi querido escritor desconocido, mientras brindo por ti con un güisqui con hielo fabricado amorosamente por mi frigorífico alemán. Salud.




10 comentarios:

El Porquero de Agamenón dijo...

estoy aquí

Noite de luNa dijo...

Es una forma muy especial de declarar su amor al frigorífico alemán. Muy completo.
El escritor sin historias le está dando la lata una barbaridad y a mí, serios quebraderos de cabeza.

Me quedo con Adriano, las copas y el champagne.
Supongo que será un buen champagne. Un frigo del tal categoría y alemán, no merece menos.

Saludos, sr. Porquero

El Porquero de Agamenón dijo...

Estimada señorita.
I-Me deja usted pasmado.¿Dónde hablo del champán?
Porque efectivamente hablo del champán pero en un texto que acabo de escribir y que usted,de ninguna manera,podía saber,????????
II-Otra pregunta.¿Por qué el escritor sin historias le da serios problemas de cabeza?.
muchas gracias por su interés.

Noite de luNa dijo...

Está en el frigo. ¿ No lo ve encima de la bandeja con tres copas vacías?

El Porquero de Agamenón dijo...

Si usted dice que están, están.
Mi imaginación no da para tanto.
Me fío de usted.
Buenas noches.

Tordon dijo...

Interesante panegírico del congelado, impetuoso Porquero.

Me gusta el toque “retro” de Celentano, aunque mentar a la Falange se me antoja excesivo.

Salu2

El Porquero de Agamenón dijo...

Muchímas gracias, señor Tordon.
I-Adoro a Celentano pero evidentemente no adoro a Falange.
La Falange perteneció a mi infancia y a la de millones de niños, quisieramos o no quisieramos.Lo que queríamos ir a jugar al ping-pong.
II-De todas formas,insisto, mi yo literario es una cosa, mi yo real otra aunque tammpoco, a estas alturas de la película, nos vamos engañar demasiado con la tontería de que lo uno no tiene nada que ver con lo otro. soy escritor pero no esquizofrénico.

Argax dijo...

En primer lugar darle mis aplausos más enrojecedores de palmas por la imagen sugerida en este párrafo:

"La perfección del bigote del bigotino rimaba en consonancia perfecta con sus afiladísimas tijeras que enarbolaba como un asesino antes de practicarle a mi cabello infantil un corte radical.".

Resulta muy visual y nos traslada al terror atroz de la infancia por acudir al barbero. Hoy ese problema, gracias a una alopecia tranquila, ha quedado obsoleto.

Sobre la generalidad del texto, pues decirle está cuajadito y prácticamente redondo. Su carácter reivindicativo, clarificado con la presencia del alter ego de Chinaski, es de agradecer porque uno llega a hartarse de esos que escriben filigranas sin víscera.

Magnífico su frigorífico alemán.

Saludos.

El Porquero de Agamenón dijo...

Señor Argax.
I-Muchísimas gracias por sus halagos.
II-Muchísimas gracias por la joya de su brillante y liberadora metáfora"Alopecia tranquila"
III-Es usted un cráneo privilegiado.

Argax dijo...

Privilegiado y despejado...