viernes, 12 de julio de 2013

LAS DOS CIUDADES IV

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Escribo esto e inmediatamente debo escribir que me hubiera gustado sonreírme por la boca con sonrisa franca de mañana de verano en la que siempre pienso cuando voy a visitar a mi padre. Desde la habitación contigua, me levanto con la idea del desayuno afuera, le doy un beso de buenos días en la frente, en medio de la almohada interminable, me ducho, me visto en un periquete y salgo a recibir el primer frescor. Es el único momento en que lo dejo solo con su bandeja del café, el zumo de naranja, el pan con aceite, el ajo y las pastillas, que deja puestas la noche anterior sobre la mesa junto con la servilleta y el hule del desayuno.

El resto del día me incrusto con toda naturalidad en él y en su rutina. Visitamos a mi tía, perdida desde hace tiempo en la desmemoria, nos vamos a hacer la compra a unos grandes almacenes, tomamos café, compramos cupones y nos damos una vuelta por la ciudad antigua mientras me cuenta su historia. A cambio yo le hago fotografías. Desde que mi madre no está, no sé por qué, le hago fotografías con fondo de murallas, puentes, plazas o calles estrechas con fachadas desvencijadas.
Me gusta mucho fotografiarlo de espaldas con las manos atrás, como si fuera un señor que pasara en el momento del disparo. Todo menos ponerlo forzadamente a mirar a cámara  posando para una posteridad de andar por casa.


Las fotografías de mi padre forman parte de un ritual que inicio con la primera fotografía en un bar de carreteras que tiene un jardín  con árboles donde nunca hay nadie. Siempre paro en el mismo bar cuando voy a la ciudad donde vive mi padre y siempre experimento la misma angustia de saber si el bar donde decido parar es el mismo y no me lo he pasado. Hay que desviarse de la autopista y recorrer unos metros para que el bar se aparezca como totalmente conocido e inconfundible. Una vez que desayuno en la barra, me voy  al jardín y me quedo quieto como un árbol, fumando un cigarrillo que comparto con la niebla cuando hay niebla o con la sombra que me sirve de refugio cuando aprieta el calor. 

Después hago las fotografías desde los ángulos habituales pensando en qué carpeta las voy a poner. No me aclaro nunca, porque me parece a mí que pertenecen más bien al viaje interior en que me adentro cada vez que voy a la ciudad de este lado de la frontera. Todas las carpetas con sus fotografías tienen nombres de ciudades, excepto una carpeta que es la caja de dulce de membrillo de mi madre... 

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