lunes, 4 de junio de 2012

EL RESTAURANTE CHINO DE LA CHINA ANTIPÁTICA Y YO.


En la época feliz del ladrillo, mi casa antigua daba a un bloque de apartamentos atestados de bares en la planta baja. Los bares se dividían en dos. Los nacional-populares y los extranjeros.

Los nacional- populares vivían del pescaito frito por la noche y por el mediodía de un enjambre de obreros de la construcción que no dejaron un palmo de terreno sin edificar.

Los bares extranjeros eran pubs ingleses que compartían clientela con un restaurante chino regentado por una china antipática y con un bar ambiguo de un iraní demasiado simpático que me tocó de vecino. El simpático iraní organizaba fiestas públicas en el bar y jolgorios privados en el apartamento de arriba. El apartamento de arriba anteriormente había sido ocupado por una pareja inglesa que tenía la costumbre de emborracharse en el bar de abajo y pelearse en el apartamento de arriba a voz en grito, con rotura de vasos y alguna que otra bofetada, de manera que el iraní simpático del bar de abajo no hizo otra cosa que continuar la tradición del apartamento de arriba.

La clientela inglesa suele ser muy tradicional en sus costumbres que traslada con una facilidad pasmosa desde el norte frío al cálido sur. Es muy habitual ver sus cuerpos semidesnudos tostándose bajo el sol inclemente de agosto, cenando a las siete de la tarde o ingiriendo calorías innecesarias en sus grasientos desayunos.

Habida cuenta de que mis recursos económicos no me permitían sufragarme una estancia larga en Londres, como hubiera sido mi deseo, durante un temporada decidí aterrizar en los pubs de al lado de mi casa antigua. Mi caja registradora no se resintió y aprendí un inglés fullmonty más que correcto.

Con cierta frecuencia, la clientela inglesa cenaba en el restaurante chino de la china antipática. Los restaurantes chinos españoles se dividían, a su vez, en dos; Los chinos ingleses de la costa y los chinos españoles del interior. No  tienen nada que ver. Los chinos ingleses de la costa son mucho mejores que los chinos españoles del interior porque se asemejan mucho a los chinos ingleses de Inglaterra cuyo epicentro son los chinos-chinos del Soho londinense.

Por eso cuando, por cuestiones que no vienen al caso, debo comer en un restaurante chino, me fijo mucho si en el interior hay ingleses. Si hay sólo nacionales, me niego rotundamente. Si hay ingleses y españoles, me lo pienso muy mucho. Sólo si en el interior hay sólo ingleses, entro con el corazón tranquilo.

El restaurante chino de la china antipática cumplía con todos los requisitos para comer sin necesidad de tener el corazón en un puño, pero la antipatía de la china fue in crescendo con respecto a mi mujer y a mí. Para ser precisos, la china no fue antipática con nosotros antes de entablar relación con su hijo, que se llamaba como mi hijo e iban al mismo colegio. De hecho pudimos cenar sin problemas varias veces. Los problemas surgieron cuando el hijo empezó a venirse con nosotros. El pobre se aburría de merodear toda la tarde por los bares de la avenida y, como era amigo de nuestro perro que comía por triplicado en casa, en los pubs ingleses y en el restaurante de la china, se venía a casa con la excusa de traerlo.

Jamás volvimos a obtener mesa en el restaurante de la china que alegaba que estaba todo reservado. Así fue hasta que nos negó la entrada tres veces, a partir de lo cual pensamos mi mujer y yo que no podía ser casual.

La mente occidental es, desde luego, compleja y laberíntica, pero se queda en agua de borrajas si la comparamos con la mente oriental. Desde que practico el ping-pon con tenacidad y contumacia tres veces por semana, he podido apreciar las considerables diferencias entre la mente occidental y la oriental. Lo sé porque empiezo a notar un cierto achinamiento en mis ojos y a experimentar sutiles cambios mentales que me impulsan, esta vez sí, a coger el avión y trabajar como un chino en un restaurante chino en el Soho londinense.


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