viernes, 29 de junio de 2012

EL VERANO COMIENZA.


El principio del verano es horrible para mí desde cualquier punto de vista, sobre todo en lo que concierne a la escritura. Mi mujer deja de dar clases de pintura en el centro cultural, mi hijo deja de ir al instituto y yo debo compartir cada metro cuadrado de la casa con ellos. Si no caigo en el pozo negro de la depresión es porque mi alma, a mediados de junio, comienza a  excretar un caparazón cartilaginoso que, al solidificarse, adquiere la dureza milenaria de una tortuga. Pero esto sólo ocurre a principios de julio, cuando la casa y yo nos hemos acostumbrado a la presencia de nuestros seres queridos y extraños. Mientras tanto, todo es un llanto y crujir de dientes.

Es muy duro adaptarse a la pérdida del paraíso que comienza por la mañana temprano y se continúa hasta bien entrado el mediodía cuando llega mi mujer con la hora justa para preparar la comida y yo deberé dejar la escritura para recoger a mi hijo en la rotonda del supermercado de abajo.

Mi hijo bajará caminando muy recto por la empinada cuesta acompañado de su amigo y yo llegaré con el tiempo suficiente para darle una visual a las revistas del kiosco de la argentina mientras entablo una conversación rápida con ella o con la chica que viene a sustituirla, justo cuando una larga retahíla de adolescentes empieza a pasar en perfecto orden.


Primero vendrá una pareja de inglesas rubias con unas piernas muy largas, después un chaval con el cuerpo en plena formación que juega al baloncesto en el polideportivo, seguido de dos hermanos gemelos con un corte de pelo a lo monje medieval y un póquer de chinas más una negrita muy elegante, tocada con una boina que a mí me recuerda a la negrita de “Una historia del Bronx” de Robert de Niro. Ni que decir tiene que el instituto de mi hijo está en un pueblo turístico de la costa del sol y del ladrillo y que a mí, no sé por qué, me gustaría que tuviera una tierna historia de amor con la negrita de la boina.

Lo normal es que inmediatamente después aparezcan mi hijo y su amigo sin haber reparado lo más mínimo en la elegancia neoyorquina de la negrita. Lo más normal también es que, tras haberse dicho adiós, mi hijo me pregunte si hemos comido, lo cual es una manera como otra cualquiera de decirme que se sentiría más cómodo comiendo a solas con su programa favorito de televisión y no con los telediarios de muertes y accidentes.

No es que su madre y yo nos pongamos trágicos a la hora del almuerzo. Es que, por un rito ancestral, solemos comer con las noticias y, como somos animales de costumbres, necesitamos un tiempo para darnos cuenta de lo que estamos viendo y cambiar abruptamente a los documentales de la dos que nos aseguran una paz gastronómica duradera. Todo esto viene a cuento para decir que mi alma se serena a partir de las mañanas de mediados de septiembre en que regresan mi mujer y mi hijo a sus tareas educativas.

Con las tardes no tenemos la casa y yo mayores problemas. Los seres extraños y queridos de las mañanas de principios del verano transmutan en habitantes naturales, porque la tarde, en cualquier estación del año, siempre ha pertenecido al hogar, que es la transmutación de la casa como continente y de sus habitantes como contenido en lo que comúnmente viene a llamarse familia o unidad familiar.

Las tardes son muy parecidas durante todo el año. Mi mujer se quedará en casa o volverá al centro cultural, según, mientras  mi hijo y yo compartiremos la casa, él con sus estudios y su ordenador en el salón y yo con mi ordenador y los libros de historia en la habitación donde escribo. Los lunes, miércoles y viernes, saldremos de nuestros respectivos cubículos con nuestras bolsas de deporte respectivas para jugar al ping pon y entremedias dedicaremos un tiempo sagrado a pelearnos y a reconciliarnos.

Porque esa es otra. Mi hijo está en plena adolescencia y yo estoy ingresando a marchas forzadas en la senectud. Está claro que no es lo mismo un viejo de sesenta años que un tipo maduro de cincuenta y ocho como yo que, gracias a los eufemismos que tienen la virtud de no llamar a las cosas por su nombre, puede concederse a sí mismo un largo periodo de gracia.

El caso es que, aunque mis fuerzas reales van menguando mientras que las de mi querido hijo aumentan a pasos agigantados, el choque de machos adquirirá una mayor virulencia, sobre todo cuando atacan, al unísono y en tropel, las primeras calores húmedas, el primer suspenso de mi hijo, el primer descanso largo de mi mujer, el primer llanto de la mañana del niño cabrón (así lo llama su padre) de al lado, los primeros balonazos de los hijos del exfutbolista que confunden inocentemente el idílico césped del jardín comunitario con un campo de fútbol y la primicia de que mi hija mediana se viene a vivir una temporada a mi casa para estar más cerca de la feria del pueblo.


Mi hija mediana vive con su madre en una urbanización perdida en el monte que fue reserva natural y que, aun hoy, reserva ciertas sorpresas del monte perdido que fue gracias a un sinnúmero de ciempiés, erizos y alguna que otra serpiente.

Si a esto le añadimos la localización de un fontanero para que venga a arreglar el cuarto de baño, la búsqueda, al principio infructuosa, de una profesora de francés para mi hijo, los impuestos que debo pagar en oficinas ruidosísimas con un inclemente teléfono a toda pastilla que nadie coge, las matriculaciones de inglés de mi hija en colas de cuatro horas y a la mañana siguiente vuelta a la matriculación de mi hijo, más la compra imprevista a la hora de comer en domingo de unas pilas porque el termo no funciona, uno puede pensar que es normal que mi alma se resquebraje tras un periodo de paz consolidada a lo largo de las tres estaciones que abarca el calendario escolar.

El desplome de esta alma mía se manifiesta ostentosamente en  la imposibilidad de escribir un solo párrafo que no se vea interrumpido por algún percance casero o exterior, como por ejemplo ahora que me he tenido que levantar para abrir la puerta y encontrarme con una pareja cursi de testigos de Jehová, provista de niña tipo “casa de la pradera” que me entrega con sus manitas virginales un folleto donde se me invita a un evento premonitorio que dice así:

“¿Se imagina despertar cada mañana libre de preocupaciones? Pues eso es precisamente lo que nos promete nuestro Padre celestial, Jehová Dios, para el futuro. ¿Le gustaría saber cómo se cumplirá esta promesa?”…

Sí, es muy posible que algún día me vuelva loco por saber cómo se cumplirá esa paradisiaca promesa pero, por ahora, debo regresar al párrafo interrupto para ponerle punto y final.









2 comentarios:

Anónimo dijo...

Le entiendo perfectamente mi querido porquero, durante el ciclo escolar, mis mañanas son el periodo del dia que más disfruto, por la tranquilidad que estar sola en casa me supone. Ahora mis hijas están de vacaciones y el silencio que antes era señal de tranquilidad, ahora se torna peligroso y antecedente de algún acto terrorista de mi peque de seis años. Tengo dos hijas de 6 y 17 y creáme de con todo y esa diferencia de edad, se pegan.

Paciencia, que no hay mal que dure cien años ni "porquero" que lo aguante.

Un beso.

El Porquero de Agamenón dijo...

Efectivamente,querida señorita Ella,no hay Porquero que lo aguante aunque si bien en el texo hay mucha literatura,tampoco me desvío demasiado de la cruda realidad.
Otro beso.