lunes, 14 de mayo de 2012

LA MIGA DE PAN Y EL ESCRITOR SIN HISTORIA.


Una de las grandes conquistas de la sicología y de la novela moderna es que, según parece, la realidad no es única ni granítica como si fuera un bloque de piedra. La realidad es compleja y mágmática. Incluso algunos entendidos hablan de realidad “líquida”. O sea, que las cosan son y no son al mismo tiempo. Todo es moldeable.
A mí me viene muy bien al ser un escritor sin historia que no tiene nada que contar. Hace tiempo me di cuenta de que carezco por completo de imaginación. No soy capaz de ponerme en lugar de unos personajes y construir un melodrama que enganche durante cientos de capítulos al lector. Sólo puedo hablar de nimiedades. Mi vida es monótona y aburrida como la tarea de ir al supermercado de abajo cada día. No he vivido aventuras amorosas frenéticas, no he gozado de experiencias extravagantes ni me he embarcado tampoco en aventuras extremas que pudieran servir para crear personajes atractivos.

Para mi desgracia, no tengo un mundo interior exuberante  ni tan siquiera me gusta viajar. Es más, las pocas veces que he intentado hacer de mí un personaje que contara su vida en una autobiografía ficticia, he fracasado estrepitosamente. He sufrido mucho y durante tanto tiempo que a veces me he preguntado, en medio de la desolación, a qué se debía esta persistencia mía en querer ser escritor.

Por eso, en un intento último y desesperado, me apunté al taller de escritura creativa que imparte un escritor tan desconocido como yo, pero con mucha mayor experiencia. Soy dolorosamente consciente de que, por muchos cursos a los que acuda, hay algo que nunca me van a enseñar. El talento. Sé que el talento se tiene o no se tiene, pero lo que yo buscaba era aprender alguna herramienta que me permitiera engañarme a mí mismo con cierta consistencia.
La encontré el día en que el escritor desconocido nos habló de las características de la novela moderna y del concepto evanescente de la realidad. Habló, lo recuerdo perfectamente, con cierto tono encomiástico.

Yo me limité a sentir un gran alivio. La realidad magmática y la literatura líquida sonaron en mis oídos a música celestial. Por lo visto, desde que la física de partículas descubrió el concepto de antimateria, todo es materia literaria y nada lo es. O sea, que estoy totalmente legitimado para ser un escritor sin una historia que contar porque, aunque parezca contradictorio, no hay nada en la realidad, por muy pedestre que sea, que no merezca ser contado. Los límites se han difuminado. Ya no existen diferencias  entre lo principal y lo secundario, lo sublime y lo ínfimo. Incluso, a lo que parece, las tradicionales barreras entre el escritor y el lector han desaparecido, pues se puede ser a la vez un escritor pasivo y un lector activo.

A partir de aquella bendita clase me liberé de todos mis traumas creativos y me puse a escribir historias sin historia e irme por los cerros de Úbeda sin complejo de culpa. Desde siempre había sido un escritor delicuescente sin haberme enterado. Sentí de pronto que tenía que investigar en mí mismo para saber dónde estaban mis fuentes.
No me costó gran esfuerzo descubrir que, gracias a la miga de pan, estaba preparado desde mi más tierna infancia para ser un escritor moderno, aunque mi infancia se desarrollara en tiempos graníticos. La miga de pan me hizo ser un escritor de vanguardia a la hora de comer.


En aquellos tiempos antiguos, uno no podía comer viendo la televisión porque no había televisión. Tampoco existía el relajo de ahora en que los niños  mastican con la boca abierta, apenas saben usar el cuchillo y el tenedor y se levantan de la mesa cuando les viene en gana. Los padres son mucho más tolerantes y comprensivos.
Antes, los padres eran poco tolerantes y bastante pedregosos. La hora de la comida era la hora de la comida. Había que lavarse las manos y había que esperar a que la madre repartiera para abalanzarse sobre el plato y después asistir con una paciencia infinita a que todo el mundo hubiera acabado para levantarse.

Comer era aburridísimo. Por eso recurrí muy pronto a desgajar la miga de un trozo de pan y amasarla con discreción. La miga de pan jamás me decepcionó. Era sumisa y obediente. Podía aplastarla y enrollarla hasta convertirla en un cigarrillo finísimo. Podía hacer una pelota y después una flor para más tarde deshacerla y meterle la uña hasta el fin. Todo lo soportaba, a todo se plegaba porque era tierna y amable.

La maleabilidad absoluta de la miga de pan, su ductilidad extrema para adquirir diversas formas y después desaparecer volviéndose amorfa, hizo que me fuera acostumbrando a darle vueltas y vueltas a una historia sin un objetivo concreto.
Bastaba entonces el contacto suave de la miga de pan en mi mano para eliminar toda ansiedad en la comida infinita. Basta ahora el tecleo incesante y su correspondiente acumulación de grafías en la pantalla del ordenador para que  todo tenga sentido. ¡Literatura pura, escritura autorreferencial, sociedad líquida! ¡Benditas palabras que me absolvieron para siempre de la culpa! ¡Por fin puedo ser un escritor infinito y eternizarme en la escritura sin nada que contar!

Gracias a este descubrimiento fundamental en mi vida, volví a recuperar la miga de pan de la mesa de mis padres y a usarla de nuevo. Hoy la miga de pan es mi compañera más fiel cuando tengo que compartir mesa y mantel con gente casi desconocida, que sólo emite tópicos, como suele ocurrir en las invariables cenas de final de curso de los talleres municipales donde mi mujer enseña a pintar.
Los tópicos son muy necesarios en las conversaciones  convencionales por las que transita la gente con una facilidad pasmosa. Son gente que dice que todo el mundo tiene su opinión y que hay que respetar las opiniones de todo el mundo. Mi capacidad para aguantar este tipo de conversaciones tiene un límite. Por eso siempre agarro una miga de pan al comenzar el ágape y la voy amasando con lentitud y ternura hasta que me levanto de la mesa y suelto los tópicos propios de la despedida.

La miga de pan calma mis instintos asesinos cuando algún comensal se excede en la emisión de lugares comunes. Si no estuviera en mi mano la miga salvadora, podría levantarme con la rapidez de un tigre y meterle la servilleta en la boca o rodear su cuello y apretar hasta el fin. También podría emborracharme como un perro con el efecto seguro de que al día siguiente no podría armar ni una frase. Juntar en un mismo día la resaca de alcohol y la impotencia para escribir, sería infligirme a mí mismo un castigo excesivo por tener con mi esposa la cortesía de acompañarla. Es mucho mejor, sin duda, tener la miga de pan haciendo de superconductor de mis instintos asesinos para que los envíe a través de la pata de la mesa al suelo y allí se licúen.

A veces la miga de pan de la cena me sirve de desayuno para la escritura del día siguiente, como me está sucediendo ahora en que aún conservo el malestar producido por haber compartido mesa con el escritor desconocido y algunos de sus alumnos más zafios y cómplices. Estoy a acostumbrado a sus pullas. Someterme a la crítica del escritor desconocido y su jauría de lobos hambrienta forma parte de la factura que tengo que pagar para fortalecer mi alma.
A veces, como ejemplo de lo que no hay que hacer, el escritor desconocido clava algún párrafo mío en la pizarra y se lo ofrece magnánimo a la jauría para que lo devore. Yo, mientras tanto, permanezco en mi sitio callado como una esfinge, saco la miga de pan como sustituta de la metralleta y la amaso con todo el amor del mundo. Estoy completamente seguro que la miga de pan me ayudará esta mañana sin resaca a contar, una vez más, una historia sin historia.







3 comentarios:

Noite de luNa dijo...

Me hace pensar tanto que no hallo respuestas para comentar.
Aquí sigo, al pie del blog, leyendo.

Un abrazo

El Porquero de Agamenón dijo...

Con que sonría, me basta.

Noite de luNa dijo...

Muchas gracias...

Recordé, la primera vez que leí, el juego con las migas, en mi infancia.

Cada día que acudo a algo especial que estoy haciendo me llevo miga de pan. Cálida, maleable,juguetona y anti-estresante.

Un abrazo