lunes, 30 de abril de 2012

PLAN DE VUELO I

(O cómo sobrevivir a la tortura de un vuelo transoceánico)

Desde que volar no es sólo para pájaros, el hombre ha acentuado notablemente la sensación de vacío. No es casualidad que, poco después de que los aviones surcaran los aires compitiendo deslealmente con los pájaros, surgiera el existencialismo, que fue un movimiento francés de intelectuales muy tristes que fumaban mucho porque con algo tenían que llenar el vacío interior y la falta de imaginación.

Yo arruiné una gran parte de mi juventud leyendo a los existencialistas en una capital de provincias. A los catorce años viajé por primera vez a Francia en autobús y allí estuve un mes conviviendo con franceses en un castillo y haciendo excursiones a París. De Francia me traje un libro de Sartre y una paleta de ping-pon con gomas rojas, cuando aquí se jugaba con primitivas paletas de madera y corcho. En aquella época Francia, como todo, quedaba muy lejos. A Sartre hace muchísimo tiempo que no lo leo pero, a cambio, llevo seis años jugando al ping-pon como un adicto. En mi vida he vuelto a sentir el vacío interior excepto cuando me subo a un avión.

Casualmente la primera vez fue en el vuelo Málaga-Barcelona-París, en Air France. Experimenté un vacío completísimo, porque, a la sensación de suspensión existencial inherente al vuelo en sí mismo, padecí la angustia de ir a recoger las maletas de la cinta trasportadora y comprobar que no estaban. Tres días tardamos en recuperarlas, lo cual nos obligó a dedicar nuestra primera tarde en París a la compra de ropa y objetos de higiene personal. No sé si Paris vale o no vale una misa. De lo que estoy seguro es que no merece la pena perder el tiempo comprando en unos grandes almacenes.

A nuestro regreso, el vacío temporal ocasionado por la pérdida de las maletas fue sustituido por el vacío permanente del avión que no tenía la menor intención de despegar. Air France hacía cancelado todos sus vuelos por huelga del personal de tierra. Doce horas tuvimos que esperar a otro avión de una compañía argentina que, procedente de Ámsterdam, nos acogió.

Doce fueron también las horas que estuve suspendido en el aire ejercitándome en el vacío más absoluto desde que despegué de Madrid hasta que tomé tierra en México D.F. ¿Qué se puede hacer durante esa enormidad de tiempo? ¿Dormir? Imposible para mí. ¿Jugar a jueguecitos de ordenador? ¿Entablar una conversación desesperada con el primero que se ponga a tiro? ¿Ver una versión detestable de una antigua película de ciencia ficción? (No sé qué es peor, si una película americana con vocación de parque de atracciones o una película francesa donde se habla poco y se fuma mucho).

Es cierto que, cuando vuelo, mis gustos estéticos descienden varios grados, pero no  hasta el punto de tragarme cualquier cosa. Desde la traumática aventura parisina, me prometí a mí mismo llevar siempre un bolso de mano con una muda y los objetos de higiene personal. Todo inútil, porque, una semana antes de volar, entro en una especie de estado catatónico que anula por completo mis precauciones. Mi mente se ejercita en el vacío premonitorio del vacío que vendrá y me deja olvidadizo y despistado. De ahí que siempre me coja el toro y no tenga más remedio que apropiarme de la mochila de mi hijo que es lo que me pasó cuando salí de casa rumbo a México.

El problema de la mochila es que, al llevarla a la espalda, acentúa el vacío de mis manos que, desprovistas de las maletas que les servían de lastre al suelo, me exigen algo consistente a que agarrarse. Nada mejor que un novelón que corrí a comprar en la librería de las tiendas duty free, tan exactas a las de los grandes centros comerciales con supermercado incluido.

El grueso volumen pertenecía a una trilogía recién traspasada al cine. Suspendido en el aire, con el inmenso océano debajo de mi asiento, me dispuse a leerlo en un intento vano por abandonar las ideas aciagas y funestas que se derivan del hecho de volar.

Leídas las veinte primeras páginas, me di perfecta cuenta de que las quinientas y pico restantes permanecerían vírgenes. Lo curioso fue que no experimenté el más mínimo sentido de culpa. (Algún efecto espurrio de la altura, supongo, que eliminó también cualquier idea francesa sobre el vacío). Pude, pues, entregarme en cuerpo y alma a discernir las lecturas más apropiadas para mis próximos vuelos, fueran transoceánicos o no. De manera fragmentaria pero persistente, llegué a la conclusión de que las lecturas más aconsejables para volar debían ser persistentes y fragmentarias.

Fija la mirada en la pantalla central del avión, donde se nos abastecía de toda clase de datos técnicos para confirmarnos que seguíamos vivos y volando, se me hizo la luz en forma de revelación muy laica…

Continuará


2 comentarios:

Clari dijo...

yo siempre me siento mal en los viajes en avion, o tengo nauseas, o no me puedo dormir o me cae mal la comida.. recuerdo que en las ultimas vacaciones que saque pasajes a Paris me toco con una persona al lado que no paraba de hablar dormido y hacer ruidos raros.. imaginense como estaba yo..lo mejor es intentar dormir como sea!!

El Porquero de Agamenón dijo...

O pensar en los angelitos para no echar al tipo por la borda.Gracias por tu comentario