La navidad está
como quien dice a la vuelta de la esquina y ya ha venido, como siempre, su
heraldo anunciador en forma de muerte espectacular. Nuestra capacidad para
acumular ritos y funerales es infinita. Así nos aseguramos ser lo que cada vez
más somos. Espectadores. La vida es un espectáculo, la muerte es un espectáculo
y cuando no hay muerte ni vida, nos convertimos en espectáculo de nosotros
mismos fotografiándonos hasta en el cuarto de baño.
(A esta
peregrina forma de fotografiarse se le llama selfie, que significa que hay que
ser muy egoísta “selfish” para hacerse una foto sin tener en cuenta la cantidad
de seres humanos que pueden estar pasando en esos momentos, no por el cuarto de
baño sino, por ejemplo, por un puente con una torre muy moderna al fondo. ¡Qué
le costaría a la persona egoísta dirigirse a cualquiera de ellos y pedirles
amablemente que le hicieran el favor de
fotografiarle, con lo cual abriría la posibilidad de establecer una
comunicación verbal que podría hacer que la persona desconocida se hiciera
conocida y, un poco más tarde, querida y así la persona egoísta dejaría de
serlo, por lo menos en lo que concierne a la reproducción de una instantánea!).
No se me
olvidará jamás la primera vez que vi la imagen de un sujeto haciéndose un selfie.
Atravesó la pantalla del televisor y entró en mi retina como un rayo mientras
ponía la mesa para comer. Habitualmente
almuerzo y ceno viendo la televisión porque necesito recordarme a mí
mismo que soy mortal. Fuera de ese tiempo, la televisión no existe para mí. Por
eso agradezco a los dioses que la hora de comer coincidiera con el tópico
navideño del primer día de rebajas.
Fue entonces
cuando la imagen del televisor penetró en mi cerebro y explotó. Debí esperar
toda la tarde para que el telediario de la noche confirmara lo que creí ver. Y
vi al sujeto anónimo del mediodía repitiéndose a sí mismo en cada uno de sus
gestos. Un sujeto con gafas de pasta y aspecto de friqui en medio de una masa
satisfecha de salir en estampida por televisión.
Las puertas del
gran almacén se abren y lo que antes eran espaldas y calvas mediante una cámara
exterior, ahora son risas y prisas frontales de marujas, jubilados y jóvenes.
Se nota que se esmeran en cumplir el papel de figurantes que asegure a los
telespectadores una navidad idéntica. Todo es impostado y falso. Mientras las
puertas se abren, los figurantes pasan mirando a cámara y haciendo como que
corren hacia los distintos departamentos. Los planos siguientes vuelven a
captar los mismos rostros ensimismados en los artículos mientras los brazos se
convulsionan.
Pero volvamos al
friqui gafapasta. Lleva el móvil en su brazo derecho completamente estirado
para verse a vista de pájaro mientras forma parte de la muchedumbre atropellada
que se interioriza en el almacén. No contento con formar parte de la masa que
avanza, el sujeto se graba a sí mismo.
Juez y parte, espectador y autor, si es capaz de verse desde afuera como
integrante de una masa por dentro, no cabe la menor duda de que goza de los
atributos de un dios. La mirada divina es en esencia ubicua y eterna, pues la
eternidad todo lo abarca e iguala; las acciones nimias y las heroicas.
El hombre se ha
igualado a dios por la metonimia de convertir el cuerpo, su cuerpo, en ojo que
mira y se aplaude. Somos el mayor espectáculo del mundo.
Espectáculo
viene del latín specto, “ver”, que se relaciona con speculus, “espejo”. La
imagen del friqui que asiste a su propio espectáculo es espejo y metáfora de lo que somos todos. Unos mirones que todo
lo aplauden empezando por nosotros mismos. Lo aplaudimos todo porque todo lo
vemos y de cualquier cosa hemos hecho un espectáculo. Hasta de la muerte. Como
la desventurada “gran hermana” inglesa que hizo de su cáncer fatal una unidad
de destino en lo catódico y universal. Por aplaudir, aplaudimos hasta a los
muertos cuando pasan en sus ataúdes, como está pasando el ataúd de la duquesa,
atiborrado de loas y sahumerios. Los muertos, sin embargo, son muertos pero no
tontos. Saben que no les aplaudimos a ellos. Nos aplaudimos a nosotros y a la
pena grande que nos da el pobre muerto que lo está porque no puede asistir como
nosotros a su propio espectáculo. No importa, para eso está el vivo que, con
tal de aplaudirse, es capaz de hacerse un selfíe con el ataúd de la duquesa al
fondo.
Marx tenía
razón: “Mirones de todo el mundo, aplaudíos.”
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