viernes, 21 de noviembre de 2014

LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO


La navidad está como quien dice a la vuelta de la esquina y ya ha venido, como siempre, su heraldo anunciador en forma de muerte espectacular. Nuestra capacidad para acumular ritos y funerales es infinita. Así nos aseguramos ser lo que cada vez más somos. Espectadores. La vida es un espectáculo, la muerte es un espectáculo y cuando no hay muerte ni vida, nos convertimos en espectáculo de nosotros mismos fotografiándonos hasta en el cuarto de baño.

(A esta peregrina forma de fotografiarse se le llama selfie, que significa que hay que ser muy egoísta “selfish” para hacerse una foto sin tener en cuenta la cantidad de seres humanos que pueden estar pasando en esos momentos, no por el cuarto de baño sino, por ejemplo, por un puente con una torre muy moderna al fondo. ¡Qué le costaría a la persona egoísta dirigirse a cualquiera de ellos y pedirles amablemente  que le hicieran el favor de fotografiarle, con lo cual abriría la posibilidad de establecer una comunicación verbal que podría hacer que la persona desconocida se hiciera conocida y, un poco más tarde, querida y así la persona egoísta dejaría de serlo, por lo menos en lo que concierne a la reproducción de una instantánea!).

No se me olvidará jamás la primera vez que vi la imagen de un sujeto haciéndose un selfie. Atravesó la pantalla del televisor y entró en mi retina como un rayo mientras ponía la mesa para comer. Habitualmente  almuerzo y ceno viendo la televisión porque necesito recordarme a mí mismo que soy mortal. Fuera de ese tiempo, la televisión no existe para mí. Por eso agradezco a los dioses que la hora de comer coincidiera con el tópico navideño del primer día de rebajas.
Fue entonces cuando la imagen del televisor penetró en mi cerebro y explotó. Debí esperar toda la tarde para que el telediario de la noche confirmara lo que creí ver. Y vi al sujeto anónimo del mediodía repitiéndose a sí mismo en cada uno de sus gestos. Un sujeto con gafas de pasta y aspecto de friqui en medio de una masa satisfecha de salir en estampida por televisión.

Las puertas del gran almacén se abren y lo que antes eran espaldas y calvas mediante una cámara exterior, ahora son risas y prisas frontales de marujas, jubilados y jóvenes. Se nota que se esmeran en cumplir el papel de figurantes que asegure a los telespectadores una navidad idéntica. Todo es impostado y falso. Mientras las puertas se abren, los figurantes pasan mirando a cámara y haciendo como que corren hacia los distintos departamentos. Los planos siguientes vuelven a captar los mismos rostros ensimismados en los artículos mientras los brazos se convulsionan.

Pero volvamos al friqui gafapasta. Lleva el móvil en su brazo derecho completamente estirado para verse a vista de pájaro mientras forma parte de la muchedumbre atropellada que se interioriza en el almacén. No contento con formar parte de la masa que avanza, el sujeto se graba  a sí mismo. Juez y parte, espectador y autor, si es capaz de verse desde afuera como integrante de una masa por dentro, no cabe la menor duda de que goza de los atributos de un dios. La mirada divina es en esencia ubicua y eterna, pues la eternidad todo lo abarca e iguala; las acciones nimias y las heroicas.
El hombre se ha igualado a dios por la metonimia de convertir el cuerpo, su cuerpo, en ojo que mira y se aplaude. Somos el mayor espectáculo del mundo.

Espectáculo viene del latín specto, “ver”, que se relaciona con speculus, “espejo”. La imagen del friqui que asiste a su propio espectáculo es espejo y metáfora  de lo que somos todos. Unos mirones que todo lo aplauden empezando por nosotros mismos. Lo aplaudimos todo porque todo lo vemos y de cualquier cosa hemos hecho un espectáculo. Hasta de la muerte. Como la desventurada “gran hermana” inglesa que hizo de su cáncer fatal una unidad de destino en lo catódico y universal. Por aplaudir, aplaudimos hasta a los muertos cuando pasan en sus ataúdes, como está pasando el ataúd de la duquesa, atiborrado de loas y sahumerios. Los muertos, sin embargo, son muertos pero no tontos. Saben que no les aplaudimos a ellos. Nos aplaudimos a nosotros y a la pena grande que nos da el pobre muerto que lo está porque no puede asistir como nosotros a su propio espectáculo. No importa, para eso está el vivo que, con tal de aplaudirse, es capaz de hacerse un selfíe con el ataúd de la duquesa al fondo.
Marx tenía razón: “Mirones de todo el mundo, aplaudíos.”

No hay comentarios: