lunes, 27 de febrero de 2012

LA NOVIA DEL CELENTANO Y LA HABITACIÓN ROSA.


A mí el rosa siempre me ha parecido un color asexuado y falto de energía. Como el celeste. En pintura se les llama pasteles porque están mezclados con el blanco. En concreto, el blanco del rosa lo que hace es debilitar al pasional rojo hasta convertirlo en un color insulso y fofo. Por eso, nunca he soportado a los niños vestiditos de celeste y a las niñas de rosa con lacitos y frufrús varios.

Y más desde que Freud descubrió la sexualidad infantil.

Imagine el lector la cara de estupefacción que se me puso cuando Fabio, el italiano de ojos claros de la inmobiliaria de abajo, nos enseñó la habitación rosa condenada a ser nuestro dormitorio.

Al Celentano le encantó la habitación rosa cuando vino a ver la casa una vez que decidimos pagar la señal. En gran medida su compra dependía de que nos vendiera la casa antigua. Nos ahorraríamos tener que pagar una sangrante hipoteca puente. Teníamos tres meses. Menos mal que Celentano estaba, a su vez, urgido por la urgencia de su novia que lo conminaba a casarse a principios de verano y a dejar cuanto antes el otro trabajo de fin de semana que tantos celos le procuraban, pues el Celentano se dedicaba a enardecer a cuarentonas necesitadas con su cuerpo serrano de bailarín sabrosón. Celentano necesitaba acumular un buen número de comisiones para afrontar los numerosos gastos que se cernían sobre él. Al mismo tiempo su trabajo en la inmobiliaria le hacía disponer de un conocimiento del mercado que le permitiría sin duda elegir la mejor opción con vistas a satisfacer las ansias y exigencias de su novia.

De ahí que cuando Fabio nos llevó por segunda vez, Celentano se vino con nosotros y con su novia tras pedirnos permiso. La novia era una hembra antigua, con todas sus curvas bien puestas, subida a unos zapatos de tacón alto y embutida en unos pantalones vaqueros ajustados y muy cortos que dejaban al aire unas piernas kilométricas. Hacía poco que había surgido la moda showgirl.

La novia del Celentano no pronunció una sola palabra durante el trayecto en el cuatro por cuatro de Fabio. En aquella época feliz del ladrillo, cualquier vendedor solía tener un ostentoso cuatro por cuatro y dos o tres casas con sus correspondientes hipotecas. Celentano no tenía cuatro por cuatro ni casas porque aún estaba en prácticas. Había entrado hacía seis meses en la inmobiliaria de los italianos de ojos claros. Por eso le adjudicaron la venta de mi modesta casa de abajo. Para que se fuera curtiendo.

Tampoco la novia pronunció una sola palabra cuando recorrió la planta baja junto a nosotros. Se limitaba a asentir con una sonrisa a las demandas mudas del Celentano que la miraba con toda la ternura posible en su rostro de campesino del sur. La casa había enloquecido a Celentano nada más entrar en el espacioso salón de dos niveles con una gran cristalera al fondo que ofrecía la vista de un patio frondoso que daba al jardín comunitario. La sensación de profundidad estaba plenamente asegurada. “¡Hostia, niño, esta es una casa de ricos!”, dijo. A mí también me lo parecía. Todos mis miedos se disiparon. Los dos habíamos hecho la casa nuestra. Ya no tenía la menor duda que iba a vender la modesta casa de abajo a tiempo. Como así fue.

La única vez que la novia del Celentano abrió la boca fue cuando visitamos la habitación rosa. Era mediodía, la luz estaba en todo su esplendor y el rosa de la habitación lucía con toda su fuerza. Fabio nos había abierto la cancela, que daba a una amplio balcón, cuando a nuestra espalda sonó una voz aflautada: “Es ideal” dijo y luego calló para siempre.

Fue entonces cuando me volví y me percaté de la sintonía perfecta entre la habitación y la novia del Celentano. La novia del Celentano era la habitación rosa al revés; sus zapatos de tacón eran blancos como el techo y vestía en la parte superior un apretadísimo body rosa que resaltaba la potencia de unos pechos que luchaban por salirse del estrecho cerco del sujetador.

Mucho tiempo estuvimos yaciendo mi mujer y yo bajo la tiranía del rosa. Jamás se nos hizo familiar. De vez en cuando alguno de los dos soltaba algún comentario hiriente sobre el gusto de la dueña anterior junto a la promesa de cambiarlo a la mínima ocasión.

Sólo la imagen tórrida de la novia del Celentano nos salvó de una larga travesía de cinco años por un desierto completamente rosa.




5 comentarios:

Luis Colucci dijo...

Comparto su rechazo al rosa y al celeste en los que el blanco lava la intensidad del azul y la del rojo. Una duda: ¿estaremos viviendo tiempos rosas y celestes?

Luis Colucci dijo...

¿Y grises?

El Porquero de Agamenón dijo...

Efectivamente,estamos viviendo tiempos rosas y celestes, fofos y amariconados donde el infantilismos más atroz campa por doquier que daran lugar,crisis mediante,a tiempos muy azules como la sangre de príncipes y emperadores y muy rojos también en que el personal deberá despertar,abrir los ojos y colocarse un fino cuchillo entre los dientes.
A mi el gris me gusta para vestirme y para desvestir a damas.
Un abrazo.

Luis Colucci dijo...

Aclaro: si de colores hablamos, a mí me gusta el gris. Me refería a aquellos grises que aparecen cuando a veces es necesario poner blanco sobre negro.

El Porquero de Agamenón dijo...

el gris es un color sutil entre dos no colores.Mi alma es gris como una ciudad vacía en la niebla.
La sutileza del gris es mucho más interesante y sicalíptica que la obviedad del blanco y del negro.