Ser
actor desconocido puede otorgar al sujeto, yo en este caso, una serie de
ventajas frente a actores muy conocidos, independientemente de que estos hayan
ganado su fama por la calidad artística o por cuestiones supuestamente
colaterales como poseer un semblante muy agraciado. En este oficio la imagen es
esencial. Si para ser escritor hay que
tener un mundo, para ser actor hay que tener un rostro. Disponer, por tanto, de
una belleza insultante o sobresalir por una fealdad extrema puede acarrear
constantes ingresos en la cuenta corriente.
Pero
la imagen sólo, con ser im
portantísima, tampoco asegura el olimpo. Yo, por ejemplo, poseo una cierta apostura, acompañada de una voz viril y sin embargo circulo con absoluta discreción por el extenso campo de la anonimia y el desconocimiento.
Hay
una fuerza descomunal e incontrolable que reina por encima de la imagen. La
suerte. Fortuna, imperatrix mundi, “señora del mundo” la llamaban los latinos
cuando se querían poner mitológicos. Le otorgaron categoría de diosa y le
adscribieron una rueda que giraba continuamente. En ella se representaba el
destino de cada cual con sus mudanzas. Y es que el éxito no depende del
esfuerzo o la excelencia sino del
capricho. Saber esto libera.
Cuando
se obtiene un triunfo por pequeño que sea (ser elegido entre dos cientos
compañeros para un papel muy secundario en una película de andar por casa
dirigida por un veintañero) uno tiende a pensar que por fin se ha hecho justicia.
Craso error. La justicia no existe y menos en los menesteres artísticos que son
de por sí tan arbitrarios y aleatorios.
Algún
alma puntillosa podrá pensar: “¡Vaya, hombre! ¡Ya estamos ante el típico actor
amargado que se refugia en la suerte, excusa vil, para no enfrentarse a la
cruda realidad de ser un actor mediocre o francamente malo”.
Y
no le falta razón. Efectivamente, yo fui un actor amargado durante la primera
parte de mi carrera. Lo dejé de ser en el momento en que me di cuenta de que,
en realidad, yo no tenía ninguna carrera por la sencilla razón de que no había
ningún camino que recorrer. Se puede ser un actor malísimo y no parar de
trabajar. Se puede ser un actor excelente y fregar platos. Lo más probable es
que el actor excelente acumule amarguras y platos, mientras el actor malo se haga
tan familiar y querido por el público que éste crea que es buenísimo y por
osmosis el propio actor se lo empiece a creer y acabe siendo realmente un actor
divino. El colmo de la buena suerte.
En
todo esto del esfuerzo, la dedicación, la voluntad, el tesón, la constancia, la
insistencia y la perseverancia hay mucha mediocridad y demasiado cristianismo.
Aún recuerdo con horror el cuento de la hormiga y la cigarra, destinado a
inculcarnos las anteriores virtudes teologales. Si en mi más tierna infancia no
hubiera oído ese odioso cuento, yo habría sido feliz cazando mariposas por el
bosque hasta el fin de mis días. Ha tenido que pasar mucho tiempo para darme
cuenta de que acumular comida con vistas al crudo invierno es un acto de soberbia.
¿Quién puede asegurarle a la hormiga que, tras acarrear miles de granos y
depositarlos amorosamente en el útero del hormiguero, en su último viaje no le
caiga encima una teja y la deje clavada en el sitio? Adiós hibernación, adiós
vida.
¿Quién
me dice a mí que esa cigarra, que ha estado viendo pasar a la hormiga sudando
la gota gorda mientras ella cantaba alegremente sin pensar en el día de mañana,
se acerque la estación fría y la cigarra
continúe su canto porque, con el cambio climático, el invierno cruel y riguroso
ha evolucionado a caluroso?
¿De
qué vale acumular dinero en cualquier banco para que después venga el FMI y
practique un robo chipriota en mi cuenta? ¿Para qué realizar cursos intensivos
y variopintos para el mejoramiento de mis habilidades actorales si después no
doy el perfil?
La
vida es así. No hay escala ni gradación ni progreso. Puede que, al dar un gran
paso hacia adelante, uno se encuentre con el abismo o puede que, al dar un
insignificante paso, por debajo pase una alfombra mágica que lleve en volandas
al actor desconocido a codearse con las estrellas.
Es
muy difícil andar y no hacerse ilusiones. Y eso que, como no estudié para
actor, lo tuve mucho más fácil que mis compañeros. Jamás en mi vida he hecho un
curso que me facultara para subir a un escenario o participar en algún
audiovisual patrio. Fui sensato. Pensaba yo, y sigo pensando, que los oficios
artísticos no merecen la pena ser estudiados.
¿Son
innecesarias, por tanto, las escuelas de arte dramático? En absoluto. Las
escuelas de arte dramático son muy necesarias en orden a la copulación heterosexual
y homosexual y en orden también distinguir un actor bueno de noventa y nueve
malos, aunque esto último constituye un saber innecesario, pues lo más probable
es que el actor bueno se dedique a lavar platos en compañía de los otros
noventa y nueve malos menos uno quien, contra todo pronóstico, alcanza la
gloria.
¿Sobran
los profesores? Rotundamente no. Los profesores de arte dramático jamás sobran.
Primero porque ya vamos sobrados en el número de parados y segundo porque,
siendo en su mayoría actores (algunos buenos), no tienen libertad ni tiempo
para competir en competencia desleal con sus propios alumnos cuando estos
salgan de la escuela.
¿Fueron
insensatos mis queridos compañeros que cursaron con aprovechamiento y contumacia
sus estudios teatrales? Tampoco. Líbrenme los dioses de cometer semejante
dislate. Ellos se llevarán para sus cuerpos y sus gustos los numerosos
intercambios de pareceres y fluidos que yo no pude procurarme.
El
único defecto de las escuelas de arte dramático es que, por mucho que avisen
con prudentes consejos o sermoneen con discursos bienintencionados, el joven
actor va a creer ilusoriamente que, por
el mero hecho de acabar la carrera, ya puede trabajar. Se ha esforzado con
tesón en cursar unos estudios que lo facultan para ocupar un puesto de salida
con vistas a una meta laboral. Lo lógico es que esta aparezca en un plazo
razonable.
Pero
es muy posible que la meta no aparezca ni en un plazo razonable ni un poco más
allá. Si somos coherentes y desandamos la cadena, esto quiere decir que si no
hay meta, tampoco hay salida y, por lo tanto, no había ninguna razón para haber
emprendido una carrera. Todo un drama, como corresponde a una carrera que se
llama de “arte dramático”.
Se
me dirá que esto ocurre con todas las profesiones y más con la crisis que nos
atraviesa. Pues no. Es imposible que un médico, después de veinte años sin
extender una receta, diga de sí mismo que es médico. A los sumo esa persona
dirá que estudió en su día medicina, pero que ahora es muy feliz regentado una
franquicia de hamburguesas. Un actor, en cambio, si puede decir que es actor
porque se siente como tal a pesar de no haber desempeñado nunca su oficio de forma
profesional o sólo un poco o de forma muy esporádica. Ser actor es una
condición no una titulación.
Tener
la condición de ser y no ejercer es muy doloroso. El lenguaje no ayuda, antes
al contrario, hurga perversamente en la herida del ser y del no ser al mezclar
esencia con profesión.
“Yo soy arquitecto, tu eres doctora, aquel es
albañil”. Decimos y nos quedamos tan tranquilos. Ser es un verbo copulativo que debería marcar tan solo una esencia,
no un accidente laboral. Porque ejercer una profesión, por muy importante que
ésta sea, es algo muy accesorio con respecto a la profundidad de ser. Fijémonos
qué tremenda hondura significativa reflejan las frases siguientes comparadas
con las anteriores: “Soy mortal” o “tú eres honesto” o “ellos son corruptos”.
Interrogado
por Moisés camino del éxodo, el dios del Sinaí se autorrevela diciendo de sí
mismo: “Yo soy el que soy” y, por si no ha quedado claro, le dice a Moisés que
le diga a los israelitas que Yo soy
ha hablado con él. No me extraña que con estos precedentes Moisés no entrara en
la tierra prometida.
Desde
que un productor de éxito, el señor Shakespeare, escribió su Hamlet, los
actores deberíamos estar más que acostumbrados a las sutiles diferencias
semánticas entre ser el que soy, ser lo que soy o no tener ni puñetera idea de
quién soy cuando estoy haciendo de otro que dice no saber quién es.
To be or not to be, that´s the question.
Según
me contó un actor inglés, amigo mío, es tradición entre los histriones shakespearianos
que han tenido la fortuna de interpretar a Hamlet, dejar una pequeña pausa
entre la oración disyuntiva primera “ser
o no ser” y la conclusiva segunda “esa
es la cuestión” para introducir “an
actor” en un bisbeo imperceptible, de manera que entre la oración dicha por
el actor y la oída por el público habría una pequeña diferencia:
To be or not to be, (an actor), that´s the question. Sería, por
tanto, la frase completa realmente pronunciada.
Entre ser o no ser hace tiempo que elegí. No fue
tarea fácil, pues tuve que emprender una lucha titánica conmigo mismo y con mis
compañeros que se resistían a que yo dejara de ser actor porque, al estar
muchos en la misma circunstancia, sin trabajo, como es natural, en el momento
que yo les decía que ya no quería ser actor, su rostro sufría una transformación
notable. Empezaban a aparecer inequívocas señales de consternación y pánico. Por
alguna razón extraña se sentían muy afectados por mi negativa, como si los
actores perteneciéramos a un cuerpo místico en el que cada parte es el todo y
el todo está en cada parte. Y es cierto, somos un cuerpo místico, pues en cada
contacto con mis compañeros, yo mismo experimentaba su pánico, el mismo
desasosiego. No tuve más remedio que abandonar su compañía, no asistir a ningún
estreno y dedicarme a cuidar intensivamente mi jardín para dejar de ser.
No
fue suficiente. Ni para ellos ni para mí. Algunos no me olvidaron. Tampoco yo
me olvidé de mí. Era imposible dejar de ser del todo. Es una tarea que ni
siquiera los propios dioses pueden acometer. Los dioses no se suicidan. Mueren cuando
son olvidados y Shakespeare es inmortal.
Fue
entonces, al ser consciente de la imposibilidad absoluta de conseguir mi objetivo,
cuando, en un supremo acto de voluntad, decidí ahondar en el meollo del ser,
siendo y no siendo al mismo tiempo.; Other voices, other rooms. Otras voces,
otros ámbitos.
Hiciera
lo que hiciese, la suerte no iba a cambiar. Todo estaba consumado y yo estaba
consumido al ver cómo ser famoso y no parar de trabajar no tenía nada que ver
con ser bueno, salvo honrosísimas excepciones que alcanzaron la fama, no por su
excelencia sino por un golpe de fortuna.
Desconocerme
a mí mismo y aceptarme en la anonimia sin amarguras ni envidias iba a ser mi
tarea más íntima . Nada mejor que seguir siento actor, pero en otra lengua y
ante otro público. Habitar en el olvido de ser actor español para ingresar en
la memoria de quien una vez fue actor inglés.
Hace
mucho tiempo, una tarde de verano, leí por ver primera Romeo y Julieta. Desde
entonces soñé con ser actor. Ya era hora de cumplir el sueño. A los cuarenta y
cinco me puse a estudiar inglés con un vecino de la urbanización que era nativo
puro de la city, muy amante de la ginebra Larios y los vinos de rioja.
Un
buen día se fue y yo me quedé, pero seguí oyendo la radio en inglés y viendo
películas en versión original hasta que se me ocurrió presentarme a un casting
en inglés, con ingleses, en un teatro inglés de Fuengirola donde tenía que
hacer, irremediablemente, de inglés. Sorpresivamente conseguí el papel
protagonista y, tras un mes y medio de extenuantes ensayos e interminables horas
de estudio en casa, por fin llegó el estreno. Jamás me sentí tan vulnerable,
jamás me desconocí tanto escuchándome en una lengua que, no siendo mía, aquella
noche y las que vinieron, me perteneció como un traje hecho a la medida del
deseo. Todo lo demás, lo que vino después, poco o mucho, nada importa. Cumplido
el sueño, el resto es una nota a pie de página.
2 comentarios:
Cumplido el sueño, el resto es una nota a pie de página.
Que fácil me resulta comprender y que difícil me resulta que lo entiendan los demás.
Un abrazo y muchas, muchas gracias
A no ser que el Otro sea un artista o tenga sensibilidad artística, es imposible. Desista entonces y refúgiese en su silencio.
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