En esta tarde de
primavera atravesada por el viento, recuerdas tus veranos en la humilde
residencia que colindaba con una ermita en medio de un vasto encinar. Allí,
Porquero, supiste del sentido de culpa. La culpa es un viento que empuja al
alma y le impide para siempre regresar.
No muy lejos del templo,
había una pocilga donde hozaba solitario un cerdo. A veces sus regurgitaciones
se acompasaban a los cantos de las beatas y al cacareo incesante de las
gallinas.
No había duda de que
las gallinas debían experimentar la misma atracción que tú. Pero
tú no volabas. Cada tarde te quedabas quieto, la cabeza apoyada en los brazos y
los brazos cruzados sobre el pretil, mirando hipnotizado a un animal al que
entonces no entendías. ¿Cuántas veces su penetrante olor horadó tus sueños?
Ellas, en cambio, se
subían al pretil o revoloteaban inconscientes por el interior de la pocilga. La
tarde declinaba y tú seguías hipnotizado. Aun hoy, cuando el viento arrecia, una ráfaga antigua te devuelve a aquella tarde.
Y fue que, al asomarte,
viste el suelo repleto de plumas que se movían inanes al albur de un viento
suave. No tardaste mucho en imaginar lo sucedido. Divisaste a la bestia en el
fondo de la covacha en la que se instaló mirando con mirada baja. No quería
salir. Sus ojos vidriosos, su pausada regurgitación trasminaban el
reconocimiento del pecado cometido. En aquella pocilga comenzaste, Porquero, a
tener una idea exacta del hombre.
Fue por aquella época cuando supiste también de la muerte. La llevaba en su seno la barriga, a punto de explotar, de un cerdo que agonizaba al pie de las murallas de tu ciudad. Rodeado de matarifes, jadeaba entrecortadamente, varado sin remedio en la misma arena donde os ejercitabais con una pelota de papel. Más adelante conociste la muerte industrial cuando tu padre te llevó al matadero. Un chirriar unánime de cerdos acuchillados y abiertos en canal en medio de un olor a piel chamuscada. Al lado del matadero había un templo donde moraba un dios único que perdonaba los pecados de los hombres a un alto precio. Sin embargo permanecía sordo a las suplicas de los cerdos.
Ese dios presidió tu culpa por el tempestuoso despertar de tus partes pudendas que no irían jamás a parar a los perros, como sí lo fueron las de tantos muertos que provocó el asedio griego. Te lo contó, hace ya tanto tiempo, tu rey Agamenón la noche antes de ser degollado.
Fuiste a rendirle
cuentas de las piaras a su regreso de Troya. Perdido Ulises entre los
hexámetros de la Odisea, Agamenón pudo enarbolar para sí todos los trofeos de
la victoria. Por poco tiempo. Aquella noche tu rey te contó cómo Aquiles, furioso
por la muerte de Patroclo, se reintegró con renovadas fuerzas a la lucha y retó
a Héctor. Al pie de las murallas, a la vista de su padre Príamo y de Hécuba, su
esposa, Aquiles puso fin a la vida del más grande héroe troyano, paseando el
cadáver atado a su carro para hacer ostensible la muerte.
Fue entonces cuando Agamenón, desatada la lengua por el vino, te confesó que el regreso de Aquiles no fue producto del azar. Él fue quien incitó sutilmente a Patroclo a que tomara el casco y las armas de su amante, sabedor de que los troyanos, nada más verlo, se abalanzarían sobre él y le darían muerte como efectivamente ocurrió.
Fue entonces cuando Agamenón, desatada la lengua por el vino, te confesó que el regreso de Aquiles no fue producto del azar. Él fue quien incitó sutilmente a Patroclo a que tomara el casco y las armas de su amante, sabedor de que los troyanos, nada más verlo, se abalanzarían sobre él y le darían muerte como efectivamente ocurrió.
En aquel tiempo la
verdad, como la culpa, nos igualaba a todos los hombres.
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