Empecemos por lo evidente; La
primavera ha venido, la orquídea de mi ventana cobija ya a cinco tigres y yo
sigo adentrándome en la jungla del tiempo. Los días de sol y lluvia se suceden
con una matemática indescifrable y los cuerpos encogidos del invierno comienzan
gloriosamente a desentumecerse. No cabe la menor duda de que el mundo se
encamina de nuevo hacia su esplendor. Es tiempo de resurrección.
A partir de mañana, mi cuerpo
empezará a reclamar su ración diaria de sol y yo no tendré más remedio que
satisfacerlo. Recorreré a pie durante una hora el paseo que me llevará a donde
siempre y me devolverá intacto y sudoroso a la ducha reparadora. Es posible que
mis pies, contagiados por el tecleo incesante, me impidan acabar cualquier
párrafo de la mañana y tenga que calzarme a toda prisa las zapatillas de andar,
coger las llaves, el móvil y salir disparado hacia el mar. Pero antes deberé
volver para coger la protectora toalla que me pondré en la cabeza como si fuera
un boxeador antiguo.
Pasaré como una exhalación en
medio de rostros desconocidos que enfrentarán el mío con acostumbrada extrañeza
y yo diré “sorry” cada vez que tenga que separarlos cuando los rebase. Es
increíble la parsimonia que adquieren de repente los cuerpos estresados de las
ciudades cuando llegan al paraíso. Pero yo soy ángel solitario y necesito
ejercitarme en el vuelo.
Hace mucho tiempo, otros ángeles
los expulsaron con flamígeras espadas, avergonzaron sus desnudeces y los
exiliaron al asfalto y a la prisa. Ahora vuelven en el tiempo pagado en cómodos
plazos y yo me dedico a rozarlos con mis alas. Es mi manera de darles la
bienvenida y agradecerles de antemano la visión primera de sus pechos desnudos
a pesar de la tibieza del sol y de la frialdad del agua. Nuestros cuerpos no
son sus cuerpos. Los nuestros pertenecen a la totalidad tiempo. Los suyos al
tiempo perentorio.
Por eso no hay culpa en la
rapidez con que ando. Tampoco el sudor que expele mi cuerpo es el mismo de sus
cuerpos cuando viajan apretados bajo tierra, subiendo y bajando interminables
escaleras que conducen a otras escaleras. Ellos viven en el frenesí del tiempo
y yo en el tiempo alado, aquel que me permite, desde el interior del tiempo
propio, escribir en el lejano ordenador de casa al lado de la orquídea. Soy un
gozoso revoltijo de alas y teclas que serán grafías tras la ducha. Y eso se
nota.
Lo nota mi cuerpo que escribe más
suelto y leve. En tiempo de lluvia y frío, las palabras caen como gotas o
nieve, según. En tiempo de primavera, las palabras son el polen evanescente y
sutil que despiden las bocas de mis tigres cuando bostezan.
Por eso no estoy muy seguro de
cómo se fijarán en el ordenador las palabras que escribo cuando ando. No
importa. Tampoco importa si mañana, a mitad de cualquier párrafo, cae una
lluvia intensa y yo decida no salir. Lo hará mi cuerpo que irá al paseo de
siempre, con sus rostros desconocidos, para volver sudoroso e intacto una hora
después. Entonces sí, entonces me uniré a él en la reparadora ducha que nos
llevará irremediablemente a terminar el párrafo.
1 comentario:
Ay...
Me encanta como escribe y la serenidad que me trasmite.
Besos
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