He
de confesar que pasé una parte muy importante de mi vida bajo palio. Pero ya
que estoy en el escabroso terreno de la confesión, primero debo definir el
sintagma nominal mi vida en relación
a importante, para cobijarme después
bajo el sustantivo palio.
Cuando
digo una parte importante de mi vida, me refiero, claro está, a la más tierna
infancia y a la juventud primera. Mi tierna infancia estuvo doblemente afectada
(¿Deberé decir afligida?) por mis
culpabilidades freudianas acerca de la sexualidad infantil y por una
esquizofrenia galopante, pues en vez de una madre tuve dos que después fueron
tres. Una madre maternal y terrestre y otra madre celeste y virtual a la que
tenía que querer por encima de la madre nutricia.
Esto me ocasionó una gran
perturbación pues, a pesar de lo que me decía mi propia madre en contubernio
con la tercera madre, llamada también santa madre iglesia, yo quería mucho más
a mi madre primigenia que no a una señora llorosa y dolorosa, con muchos puñales
en el pecho y nombres muy tristes que aparecía continuamente en estampitas,
escapularios y procesiones.
Y
para más inri, dicha señora, mediante la intermediación del director de la
escuela que era un Tartufo redomado, me obligaba a rezar interminables
oraciones todas las tardes del mes de mayo, justo cuando las pulsiones
freudianas surgían todas juntas con la fuerza de un volcán. Dado mi natural
pudor, no las explicitaré una por una. Baste decir que, durante aquellas
interminables y soñolientas tardes, apuré amargamente el cáliz del aburrimiento
soporífero y de la angustia.
Angustia
y aburrimiento que se perpetuaron en mi juventud primera cuando llegaba la
semana santa. No había un año que no tuviera su semana santa en este país bajo
palio.
El
palio era inmenso. Ocupaba todo el país de Norte a Sur y de Este a Oeste y tuvo
una duración inicial de cuarenta años en que gobernó un general provisto de una
gran capacidad de mando gracias al brazo incorrupto de una santa. Según los
entendidos, el brazo incorrupto era muy milagroso. Adornó al general con un
dechado de virtudes que practicó en grado máximo, entre las que cabría destacar
la de ser un gran vigía en Occidente, un pescador inigualable y un incansable
inaugurador de pantanos, como pude comprobar en unos documentales obligatorios
que ponían en el cine cuando mi madre verdadera me llevaba a ver una película
de John Wayne. También se destacó por una asombrosa capacidad para firmar
documentos muy importantes después de comer, con el café.
Este
general, en contubernio con la tercera y santa madre iglesia, siempre que iba a
entrar en un templo, lo hacía con gran fanfarria medieval de maceros y pínfanos,
debajo de un palio, al igual que mi segunda madre impostora cuando la sacaban
en su trono correspondiente por semana santa. Salía todos los días de la
semana, detrás del trono de su hijo que iba sufriendo diferentes suplicios y
torturas infligidos por una retahíla de gente malvada entre las que sobresalían
los judíos, los masones y los rojos, gente toda que, además de perversa y
diabólica, odiaba vivir bajo palio.
El
caso es que en aquella época uno no podía salirse del palio aunque quisiera.
Por ejemplo, uno ponía la televisión única y, cuando no había procesiones,
había música sacra. Uno decía: “Pues si no puedo ver la televisión, me iré al
cine”. Pues tampoco, porque cerraban los cines y los teatros y los campos de
fútbol y las discotecas y todo lo que fuera entretenimiento o diversión que,
como su propio nombre indica, significa desviarse de las cosas serias como son
las unidades universales de destino bajo palio.
Por
eso, aún hoy, me cuesta entender cómo en el Sur mucha gente que padeció
aburrimiento y angustia, incluso persecución por la justicia del general en
contubernio con la Iglesia, llega la semana santa y se pone bajo palio, asiste
fervorosa a las procesiones o cuelga en las redes sociales preciosas fotos de
hijos sangrantes y madres dolidas. Tampoco entiendo muy bien cómo es posible que
todas las cadenas de radio y televisión autonómicas retransmitan sin
interrupción desfiles y fanfarrias y no haya un periódico local que no abra su
portada con una foto abracadabrante adornada con un titular cofradiero de un
lirismo exultante como: “Málaga se rinde al Cautivo” o “La Pasión del Sur”. Parece
como si no hubiera pasado el tiempo.
Nota
sin importancia:
Es
muy posible que surjan voces que me digan que la semana santa no es cuestión de
un tiempo concreto sino de un tiempo metafísico que hunde sus raíces en la
tradición. Posiblemente tengan razón, aunque yo más bien me inclino a pensar
que es una cuestión de tiempo meteorológico. En el Sur el sol es inclemente y
la gente necesita ponerse bajo palio. Prueba de ello, es que, ahora que repaso
lo escrito, me doy cuenta de que he puesto dos veces contubernio que es una palabra que usaba el general cuando se ponía
estupendo.
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