Desde niño, el pintor bueno había tenido un
maestro que le enseñó dibujo y composición así como el manejo del color y del
tiempo. Fue un maestro amable pero estricto. Le decía que dibujara siempre en
papel barato de estraza para que cuando le rompiera el dibujo, si tenía que
hacerlo, se quejara sólo del trabajo mal hecho y no del dinero que le costó el
papel. Muchos fueron los papeles que tiró a la basura, mucho el dolor claro y
conciso que sintió.
El pintor malo creció a la sombra del pintor bueno
admirando su obra y negándola a la vez, reivindicando la imaginación y el
riesgo como características supremas del arte. Solía visitar a menudo el taller
de su amigo, aunque de vez en cuando lo zahería con que el arte que practicaba
era demasiado académico. Al amigo no le importaba pagar el precio de sus
dicterios con tal de oír una voz que lo acompañara en su solitaria tarea. Por
otro lado sabía que, en el fondo, iba a su taller para aprender. Un buen día el
pintor malo le dijo que llevaba un buen tiempo practicando un arte nuevo sin
ataduras ni academicismos y que nunca se había sentido tan libre y feliz.
“No me extraña.” le repuso el pintor bueno mientras
encajaba una figura.
El otro, molesto por lo escueto y contundente de
la respuesta, replicó: “Pues te informo que mi obra se está vendiendo muy bien porque
lo que hago es actual. Tú pintarás muy bien, no lo niego, pero como artista
estás desfasado”.
Fue entonces cuando el otro, saliendo de detrás
del lienzo, enfrentó la mirada del amigo y, con una sonrisa, le dijo: “Sólo
puede ser libre quien sabe, no quien quiere.”
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