Desde las antiguas cordilleras
del Pamir y del Hindu Kush, prolongaciones del Himalaya, mucho camino tuvieron que
recorrer los tulipanes para aclimatarse al calor extremo de la ciudad de
provincias donde nací.
Mucho tiempo tuvo que pasar
también para que naciera el hombre que, por primera vez, plantó unas flores tan
exquisitas en una barriada de pobres.
En los años cuarenta, las
inundaciones de Valencia y Sevilla obligaron a las autoridades a realojar a las
gentes afectadas en nuevas viviendas que se construyeron al amparo de unos
decretos leyes. Posteriormente sirvieron para levantar en la ciudad donde nací
una barriada de casitas adosadas que absorbieron la pobreza concreta de una
inundación terrible y la pobreza general de unos tiempos duros.
Desde mucho antes, el hombre de
los tulipanes ejercía de funcionario en una anónima oficina del ayuntamiento
donde también trabajaba su mujer. Además de secretaria particular de los
sucesivos alcaldes, se encargaba de pasar a máquina las actas de las reuniones de
unos concejales elegidos a través de unos tercios extraños que a mí, en aquella
época, me resultaban tan familiares. Gracias a las reuniones consistoriales, me
ejercité en el ritmo y en la prosodia. Gracias a la secretaria discreta y fiel,
aprendí los entresijos de la ortografía y la puntuación, tan esenciales para
orientarse por los laberintos de la escritura.
Mientras tanto, el anónimo
funcionario recibía el encargo que lo sacaría para siempre de la oscuridad.
Debía administrar las ochocientas casitas que se asentaban humildes sobre una
loma, tan lejos del centro.
El funcionario se aplicó con
perseverancia y tenacidad a su nueva función, esmerándose en la limpieza de sus
calles estrechas e inclinadas, en la pintura de las fachadas, en el cuidado del
mobiliario urbano, arreglando incluso los desperfectos domésticos. Por navidad
instaló el mejor y más grande Nacimiento al que acudía la gente que se
desplazaba del centro de la ciudad. También organizó la cabalgata de Reyes a la
que agregó la presencia numerosa y alegre de setecientos borregos.
Un buen día se puso a leer
revistas de jardinería y descubrió los tulipanes. Se propuso traerlos. Nadie en
la pequeña ciudad de provincias en donde nací había plantado jamás la flor de
los seis pétalos y los seis estambres.
En aquella época, la vida de una
pequeña ciudad del interior era monótona y gris, como gris y monótona se
sucedía la historia de un país presidido por un general en blanco y negro.
Lógico era que el anónimo
funcionario buscara inconscientemente la
luz y el color. Lo leyó todo, se
documentó minuciosamente, trajo los bulbos y fue probando una y otra vez hasta
conseguir que los tulipanes sugieran elegantes y naturales de unos macetones
enormes que instaló en las plazas de la barriada. Fue así como el hombre de los
tulipanes hizo de una barriada para pobres, una urbanización de ricos.
2 comentarios:
Que bonita historia, no cabe duda de que, cuando se quiere, se puede.
Los tulipanes son mis flores favoritas. En mi jardín tengo algunas, florecen entre febrero y marzo.
Un cordial saludo.
Muchísimas gracias.Es usted muy afortunada con los tulipanes.
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