miércoles, 6 de junio de 2012

EL HOMBRE DE LOS TULIPANES.



Desde las antiguas cordilleras del Pamir y del Hindu Kush, prolongaciones del Himalaya, mucho camino tuvieron que recorrer los tulipanes para aclimatarse al calor extremo de la ciudad de provincias donde nací.
Mucho tiempo tuvo que pasar también para que naciera el hombre que, por primera vez, plantó unas flores tan exquisitas en una barriada de pobres.
En los años cuarenta, las inundaciones de Valencia y Sevilla obligaron a las autoridades a realojar a las gentes afectadas en nuevas viviendas que se construyeron al amparo de unos decretos leyes. Posteriormente sirvieron para levantar en la ciudad donde nací una barriada de casitas adosadas que absorbieron la pobreza concreta de una inundación terrible y la pobreza general de unos tiempos duros.
Desde mucho antes, el hombre de los tulipanes ejercía de funcionario en una anónima oficina del ayuntamiento donde también trabajaba su mujer. Además de secretaria particular de los sucesivos alcaldes, se encargaba de pasar a máquina las actas de las reuniones de unos concejales elegidos a través de unos tercios extraños que a mí, en aquella época, me resultaban tan familiares. Gracias a las reuniones consistoriales, me ejercité en el ritmo y en la prosodia. Gracias a la secretaria discreta y fiel, aprendí los entresijos de la ortografía y la puntuación, tan esenciales para orientarse por los laberintos de la escritura.
Mientras tanto, el anónimo funcionario recibía el encargo que lo sacaría para siempre de la oscuridad. Debía administrar las ochocientas casitas que se asentaban humildes sobre una loma,  tan lejos del centro.
El funcionario se aplicó con perseverancia y tenacidad a su nueva función, esmerándose en la limpieza de sus calles estrechas e inclinadas, en la pintura de las fachadas, en el cuidado del mobiliario urbano, arreglando incluso  los desperfectos domésticos. Por navidad instaló el mejor y más grande Nacimiento al que acudía la gente que se desplazaba del centro de la ciudad. También organizó la cabalgata de Reyes a la que agregó la presencia numerosa y alegre de setecientos borregos.
Un buen día se puso a leer revistas de jardinería y descubrió los tulipanes. Se propuso traerlos. Nadie en la pequeña ciudad de provincias en donde nací había plantado jamás la flor de los seis pétalos y los seis estambres.
En aquella época, la vida de una pequeña ciudad del interior era monótona y gris, como gris y monótona se sucedía la historia de un país presidido por un general en blanco y negro.
Lógico era que el anónimo funcionario  buscara inconscientemente la luz y el color.  Lo leyó todo, se documentó minuciosamente, trajo los bulbos y fue probando una y otra vez hasta conseguir que los tulipanes sugieran elegantes y naturales de unos macetones enormes que instaló en las plazas de la barriada. Fue así como el hombre de los tulipanes hizo de una barriada para pobres, una urbanización de ricos.









2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bonita historia, no cabe duda de que, cuando se quiere, se puede.
Los tulipanes son mis flores favoritas. En mi jardín tengo algunas, florecen entre febrero y marzo.

Un cordial saludo.

El Porquero de Agamenón dijo...

Muchísimas gracias.Es usted muy afortunada con los tulipanes.