En la época
feliz del ladrillo, mi casa antigua daba a un bloque de apartamentos atestados
de bares en la planta baja. Los bares se dividían en dos. Los
nacional-populares y los extranjeros.
Los nacional-
populares vivían del pescaito frito por la noche y por el mediodía de un
enjambre de obreros de la construcción que no dejaron un palmo de terreno sin
edificar.
Los bares
extranjeros eran pubs ingleses que compartían clientela con un restaurante chino
regentado por una china antipática y con un bar ambiguo de un iraní demasiado
simpático que me tocó de vecino. El simpático iraní organizaba fiestas públicas
en el bar y jolgorios privados en el apartamento de arriba. El apartamento de
arriba anteriormente había sido ocupado por una pareja inglesa que tenía la
costumbre de emborracharse en el bar de abajo y pelearse en el apartamento de
arriba a voz en grito, con rotura de vasos y alguna que otra bofetada, de
manera que el iraní simpático del bar de abajo no hizo otra cosa que continuar
la tradición del apartamento de arriba.
La clientela
inglesa suele ser muy tradicional en sus costumbres que traslada con una
facilidad pasmosa desde el norte frío al cálido sur. Es muy habitual ver sus
cuerpos semidesnudos tostándose bajo el sol inclemente de agosto, cenando a las
siete de la tarde o ingiriendo calorías innecesarias en sus grasientos
desayunos.
Habida cuenta de
que mis recursos económicos no me permitían sufragarme una estancia larga en
Londres, como hubiera sido mi deseo, durante un temporada decidí aterrizar en
los pubs de al lado de mi casa antigua. Mi caja registradora no se resintió y
aprendí un inglés fullmonty más que correcto.
Con cierta
frecuencia, la clientela inglesa cenaba en el restaurante chino de la china
antipática. Los restaurantes chinos españoles se dividían, a su vez, en dos;
Los chinos ingleses de la costa y los chinos españoles del interior. No tienen nada que ver. Los chinos ingleses de
la costa son mucho mejores que los chinos españoles del interior porque se
asemejan mucho a los chinos ingleses de Inglaterra cuyo epicentro son los
chinos-chinos del Soho londinense.
Por eso cuando,
por cuestiones que no vienen al caso, debo comer en un restaurante chino, me
fijo mucho si en el interior hay ingleses. Si hay sólo nacionales, me niego
rotundamente. Si hay ingleses y españoles, me lo pienso muy mucho. Sólo si en
el interior hay sólo ingleses, entro con el corazón tranquilo.
El restaurante
chino de la china antipática cumplía con todos los requisitos para comer sin
necesidad de tener el corazón en un puño, pero la antipatía de la china fue in
crescendo con respecto a mi mujer y a mí. Para ser precisos, la china no fue
antipática con nosotros antes de entablar relación con su hijo, que se llamaba
como mi hijo e iban al mismo colegio. De hecho pudimos cenar sin problemas
varias veces. Los problemas surgieron cuando el hijo empezó a venirse con
nosotros. El pobre se aburría de merodear toda la tarde por los bares de la
avenida y, como era amigo de nuestro perro que comía por triplicado en casa, en
los pubs ingleses y en el restaurante de la china, se venía a casa con la
excusa de traerlo.
Jamás volvimos a
obtener mesa en el restaurante de la china que alegaba que estaba todo
reservado. Así fue hasta que nos negó la entrada tres veces, a partir de lo
cual pensamos mi mujer y yo que no podía ser casual.
La mente
occidental es, desde luego, compleja y laberíntica, pero se queda en agua de
borrajas si la comparamos con la mente oriental. Desde que practico el ping-pon
con tenacidad y contumacia tres veces por semana, he podido apreciar las
considerables diferencias entre la mente occidental y la oriental. Lo sé porque
empiezo a notar un cierto achinamiento en mis ojos y a experimentar sutiles cambios
mentales que me impulsan, esta vez sí, a coger el avión y trabajar como un
chino en un restaurante chino en el Soho londinense.
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