El principio del
verano es horrible para mí desde cualquier punto de vista, sobre todo en lo que
concierne a la escritura. Mi mujer deja de dar clases de pintura en el centro
cultural, mi hijo deja de ir al instituto y yo debo compartir cada metro cuadrado
de la casa con ellos. Si no caigo en el pozo negro de la depresión es porque mi
alma, a mediados de junio, comienza a
excretar un caparazón cartilaginoso que, al solidificarse, adquiere la
dureza milenaria de una tortuga. Pero esto sólo ocurre a principios de julio,
cuando la casa y yo nos hemos acostumbrado a la presencia de nuestros seres
queridos y extraños. Mientras tanto, todo es un llanto y crujir de dientes.
Es muy duro
adaptarse a la pérdida del paraíso que comienza por la mañana temprano y se
continúa hasta bien entrado el mediodía cuando llega mi mujer con la hora justa
para preparar la comida y yo deberé dejar la escritura para recoger a mi hijo
en la rotonda del supermercado de abajo.
Mi hijo bajará
caminando muy recto por la empinada cuesta acompañado de su amigo y yo llegaré
con el tiempo suficiente para darle una visual a las revistas del kiosco de la
argentina mientras entablo una conversación rápida con ella o con la chica que
viene a sustituirla, justo cuando una larga retahíla de adolescentes empieza a
pasar en perfecto orden.
Primero vendrá una pareja de inglesas rubias con unas
piernas muy largas, después un chaval con el cuerpo en plena formación que
juega al baloncesto en el polideportivo, seguido de dos hermanos gemelos con un
corte de pelo a lo monje medieval y un póquer de chinas más una negrita muy
elegante, tocada con una boina que a mí me recuerda a la negrita de “Una
historia del Bronx” de Robert de Niro. Ni que decir tiene que el instituto de
mi hijo está en un pueblo turístico de la costa del sol y del ladrillo y que a
mí, no sé por qué, me gustaría que tuviera una tierna historia de amor con la
negrita de la boina.
Lo normal es que
inmediatamente después aparezcan mi hijo y su amigo sin haber reparado lo más
mínimo en la elegancia neoyorquina de la negrita. Lo más normal también es que,
tras haberse dicho adiós, mi hijo me pregunte si hemos comido, lo cual es una
manera como otra cualquiera de decirme que se sentiría más cómodo comiendo a
solas con su programa favorito de televisión y no con los telediarios de
muertes y accidentes.
No es que su
madre y yo nos pongamos trágicos a la hora del almuerzo. Es que, por un rito
ancestral, solemos comer con las noticias y, como somos animales de costumbres,
necesitamos un tiempo para darnos cuenta de lo que estamos viendo y cambiar
abruptamente a los documentales de la dos que nos aseguran una paz gastronómica
duradera. Todo esto viene a cuento para decir que mi alma se serena a partir de
las mañanas de mediados de septiembre en que regresan mi mujer y mi hijo a sus
tareas educativas.
Con las tardes
no tenemos la casa y yo mayores problemas. Los seres extraños y queridos de las
mañanas de principios del verano transmutan en habitantes naturales, porque la
tarde, en cualquier estación del año, siempre ha pertenecido al hogar, que es
la transmutación de la casa como continente y de sus habitantes como contenido
en lo que comúnmente viene a llamarse familia o unidad familiar.
Las tardes son
muy parecidas durante todo el año. Mi mujer se quedará en casa o volverá al
centro cultural, según, mientras mi hijo
y yo compartiremos la casa, él con sus estudios y su ordenador en el salón y yo
con mi ordenador y los libros de historia en la habitación donde escribo. Los
lunes, miércoles y viernes, saldremos de nuestros respectivos cubículos con
nuestras bolsas de deporte respectivas para jugar al ping pon y entremedias
dedicaremos un tiempo sagrado a pelearnos y a reconciliarnos.
Porque esa es
otra. Mi hijo está en plena adolescencia y yo estoy ingresando a marchas
forzadas en la senectud. Está claro que no es lo mismo un viejo de sesenta años
que un tipo maduro de cincuenta y ocho como yo que, gracias a los eufemismos
que tienen la virtud de no llamar a las cosas por su nombre, puede concederse a
sí mismo un largo periodo de gracia.
El caso es que, aunque mis fuerzas reales
van menguando mientras que las de mi querido hijo aumentan a pasos agigantados,
el choque de machos adquirirá una mayor virulencia, sobre todo cuando atacan,
al unísono y en tropel, las primeras calores húmedas, el primer suspenso de mi
hijo, el primer descanso largo de mi mujer, el primer llanto de la mañana del
niño cabrón (así lo llama su padre) de al lado, los primeros balonazos de los
hijos del exfutbolista que confunden inocentemente el idílico césped del jardín
comunitario con un campo de fútbol y la primicia de que mi hija mediana se
viene a vivir una temporada a mi casa para estar más cerca de la feria del
pueblo.
Mi hija mediana vive con su madre en una urbanización perdida en el
monte que fue reserva natural y que, aun hoy, reserva ciertas sorpresas del
monte perdido que fue gracias a un sinnúmero de ciempiés, erizos y alguna que
otra serpiente.
Si a esto le
añadimos la localización de un fontanero para que venga a arreglar el cuarto de
baño, la búsqueda, al principio infructuosa, de una profesora de francés para
mi hijo, los impuestos que debo pagar en oficinas ruidosísimas con un
inclemente teléfono a toda pastilla que nadie coge, las matriculaciones de
inglés de mi hija en colas de cuatro horas y a la mañana siguiente vuelta a la
matriculación de mi hijo, más la compra imprevista a la hora de comer en
domingo de unas pilas porque el termo no funciona, uno puede pensar que es
normal que mi alma se resquebraje tras un periodo de paz consolidada a lo largo
de las tres estaciones que abarca el calendario escolar.
El desplome de
esta alma mía se manifiesta ostentosamente en la imposibilidad de escribir un solo párrafo
que no se vea interrumpido por algún percance casero o exterior, como por
ejemplo ahora que me he tenido que levantar para abrir la puerta y encontrarme
con una pareja cursi de testigos de Jehová, provista de niña tipo “casa de la
pradera” que me entrega con sus manitas virginales un folleto donde se me
invita a un evento premonitorio que dice así:
“¿Se imagina
despertar cada mañana libre de preocupaciones? Pues eso es precisamente lo que
nos promete nuestro Padre celestial, Jehová Dios, para el futuro. ¿Le gustaría
saber cómo se cumplirá esta promesa?”…
Sí, es muy
posible que algún día me vuelva loco por saber cómo se cumplirá esa paradisiaca
promesa pero, por ahora, debo regresar al párrafo interrupto para ponerle punto
y final.
2 comentarios:
Le entiendo perfectamente mi querido porquero, durante el ciclo escolar, mis mañanas son el periodo del dia que más disfruto, por la tranquilidad que estar sola en casa me supone. Ahora mis hijas están de vacaciones y el silencio que antes era señal de tranquilidad, ahora se torna peligroso y antecedente de algún acto terrorista de mi peque de seis años. Tengo dos hijas de 6 y 17 y creáme de con todo y esa diferencia de edad, se pegan.
Paciencia, que no hay mal que dure cien años ni "porquero" que lo aguante.
Un beso.
Efectivamente,querida señorita Ella,no hay Porquero que lo aguante aunque si bien en el texo hay mucha literatura,tampoco me desvío demasiado de la cruda realidad.
Otro beso.
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