Poesía y recetas
de cocina. El poema y la receta de cocina tienen en común una brevedad que les
confiere un carácter autoconclusivo enorme. Acabada su lectura, no hay nada que
me impida cerrar el libro e irme a dar una vuelta a lo largo del pasillo
central para estirar las piernas. La narratividad, lírica en el poema,
gastronómica en la receta, nada tiene que ver que con la narratividad posesiva
y totalitaria de la novela. Uno jamás puede abandonar una novela cuando quiere,
sino cuando lo requiere la trama de la novela. El lector de novelas es y será
siempre un lector cautivo. Cuando una novela gusta mucho, se dice: “Me ha
cautivado” o “Me tiene tan cogida que no la puedo dejar” o “Estoy deseando ponerles la cena al Pepe y a
los niños para irme al cuarto a leer la novela” o “Estoy harta de las recetas
de cocina de mi suegra” o “¡Para poesías estoy yo! ¡Tú dame una buena novela de
asesinatos por si se me ocurre algo!”.
(El lector
perspicaz se habrá percatado de que los adjetivos van en femenino. No es que
quiera apuntarme a estas alturas a ningún feminismo recalcitrante, pero hay que
reconocer que de siempre la mujer ha sido mucho mejor lectora de novelas que el
hombre y no digamos cuando las novelas superan las quinientas y pico páginas).
La novela es
como un agujero negro, devorador insaciable de tiempo, mientras que el poema y
la receta, cuando se pone fin a su lectura, expulsan automáticamente al lector,
obligándole a dejar una pausa, un vacío que limpie del todo el océano de sensaciones
profundas que se han impreso en su alma.
“No me podrán
quitar el dolorido
sentir, si ya
del todo primero no me quitan el sentido”
Escribió un
poeta renacentista a la muerte de su amada. ¿Alguien en su sano juicio puede
pensar que el dolorido poeta, acabada de enterrar su dulce amada, se vaya esa
misma noche al castillo cercano para cortejar a otra dama? ¿No tendrá que pasar
un tiempo prudencial llorando y quejándose en su sentir doloroso antes que del
todo, por vez primera pose sus sensibles ojos en el sensitivo cuerpo de otra
amada? Lo mismo sucede con una receta de cocina o un poema. Habrá que esperar
un tiempo para pasar al siguiente.
Bien es cierto
que una receta o un poema no se dan solos sino que vienen acompañados de otros
poemas y recetas hasta componer una unidad de sentido superior llamada Poemario
o Recetario. Sin embargo, no es menos
cierto el carácter independiente del poema con respecto al poemario o de la
receta frente al recetario culinario. Uno puede copiar un poema o una receta de
cocina pasando olímpicamente del resto. Incluso, si la necesidad es muy
perentoria, uno puede arrancar la hoja correspondiente y quedarse tan
tranquilo, pero lo que de ninguna manera se hace (a las pruebas me remito) es
copiar o arrancar el capítulo entero de una novela. El poema o la receta
pertenecen a una unidad de destino en lo fractal mientras que la novela es, en
sí misma, una unidad de destino en lo global.
Vayamos ahora al
efecto persistente de la poesía y de la cocina, una vez que hemos demostrado su
carácter fragmentario. Imagine el lector la cantidad de sabrosas imágenes
recurrentes que pueden percutir una y otra vez en un pasajero como yo que,
habiendo acabado de leer una receta sobre la paella de mariscos, ve cómo se
cierne sobre él una azafata con la bandeja de comida deconstruida y
descongelada. ¿Hay abismo más insondable? ¿Cuánto tiempo durarán las imágenes de
una deliciosa paella degustada frente al mar en el chiringuito sombrío teniendo
en cuenta el trasunto de comida que se tiene delante? Miles de millas náuticas.
(No olvide el olvidadizo lector que estamos sobrevolando el océano Atlántico).
¿Y qué sucedería
si complementamos las sabrosas imágenes de una paella de mariscos con las
imágenes tórridas de un poema erótico de Bukowsky? ¿No sería lógico que, tras
la gustosa deglución en el sombrío chiringuito, el alma del pasajero se
refocilase anticipadamente con el polvo de una siesta venidera? ¿Cuantas millas
eróticas habría que añadir a las culinarias?
Lo más normal es
que combinando sutilmente la lectura de “El Libro de los arroces” con la
“Antología erótica de Bukowsky” se nos pasara el vuelo transoceánico en un plis
plas.
Sexo y cocina
forman las dos caras de una misma paleta de ping pon. Tan profunda e
imperecedera es su relación que sus títulos son intercambiables. A nadie le
sorprendería disponer en su mochila de vuelo de una “Antología erótica del
arroz” al lado de “Las mil y una recetas de Bukowsky”.
Fue entonces
cuando la mezcla de imágenes tan placenteras hizo que me levantara como un
autómata y me dirigiera al cuarto de baño completamente abducido. Una vez
dentro, eché el cierre, me senté en el váter y encendí un cigarrillo justo en
el momento en que la aterciopelada voz del comandante, con un ligero acento
francés, inundaba el receptáculo mientras de mi gozoso sentir salía por vez
primera el humo de una profunda calada.
Fin definitivo.
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