Hace ya
bastante tiempo que la novela dejó de ser la protagonista casi absoluta de mi
actividad lectora. Es más, para ser exactos, debo confesar que el género
narrativo por excelencia, que presidió mi gozosa juventud, ha desaparecido por completo de mi amplio
horizonte intelectual. A veces, muy pocas, esa es la verdad, sólo cuando siento
lástima de mí mismo, saco del estante alguna novela emblemática, a ver si soy
capaz de leerla de cabo a rabo. Vano intento. Al tercer o cuarto capítulo la
dejo abandonada sin demasiado complejo de culpa.
Me estoy
haciendo viejo. Eso significa que, al tener más pasado que futuro, necesito
aferrarme a las cosas reales. Por otra parte, el futuro que me espera es tan previsible como una película vista
cien veces. Decadencia y declinación. Puestos así, prefiero estudiar la
Decadencia del Imperio Romano que no estudiarme a mí mismo a través de unos
personajes sicológicamente caracterizados cuya peripecia acabará indefectiblemente
con la palabra fin, que es como acabaré yo. No merece la pena.
Sin
embargo, la Historia no acaba nunca por mucho que un filósofo americano,
neoliberal y mamporrero, haya dictaminado su fin. Siempre cabe la posibilidad
de que, cuando menos se lo espera uno, estalle una revolución que se lleve por
delante todo lo establecido. De ahí que la Historia haya usurpado el trono a la
novela con una violencia inaudita, mandándola al exilio intelectual sin ni
siquiera agradecerle los servicios prestados.
A lo más
que llego ahora, en que me hallo sumergido en el estudio de la Revolución
Francesa, es a leer con fruición algunas páginas de una buena novela donde se
guillotina mucho y bien. Nada que ver con la bazofia seudohistórica de las
novelas mágicas que inundan hoy las grandes superficies comerciales y las pocas
librerías que van quedando. (Las pobres no tienen más remedio que vender
literatura a granel si quieren subsistir).
Para
cerciorarme de que esta incapacidad mía era fruto del paso del tiempo, me puse
a leer novelas malas o francamente malas pero de mucho éxito. El resultado fue
muy parecido a cuando me dio por intentar leer a prestigiosos autores de
farragosa sintaxis y estructura laberíntica que aparecen en las revistas
culturales. Tardaba un poco más, eso sí, en dejarlas inconclusas, me refiero
claro está a las novelas comerciales, pero, en vez de devorarlas como hace todo
el mundo, las masticaba cansinamente como si me faltaran los dientes. Un
aburrimiento existencial, muy superior a mi raquítico sentido de culpa, hacía
que las devolviera a la biblioteca con inusitada prontitud.
(El otro
día se me pusieron los vellos de punta cuando vi a una señora llevarse de una tacada cuatro novelas del
mismo autor mediático al cual abandoné en la segunda página del tomo primero
donde decía que Alejandro Magno se puso a llorar. ¡Mentira cochina! ¡En la
época de Alejandro Magno la gente no lloraba y los héroes, menos! ¡Lloran a
moco tendido los millonarios héroes actuales cuando pierden un partido de fútbol
o de lo que sea! ¡La gente moderna moquea mucho por cualquier cosa! Se ha
puesto de moda el llanto público para demostrar lo sensibles y sensitivos que
nos hemos vuelto).
Una vez
hecha la constatación introspectiva acerca de por qué las novelas se me caían
de las manos, necesitaba contrastar mi parecer con el parecer de otros. No tuve
más remedio que salir de mí y viajar a los mundos exteriores donde habitan,
omnímodos y omnipotentes, mis amigos ilustrados con sus reinos de Taifas y sus
satrapías. (Afortunadamente, por higiene mental, también dispongo de otros amigos bastante
iletrados con los que hablo de fútbol y juego al ping-pong).
Temía yo
que, en el fondo, esta impotencia mía como lector de novelas fuera trasunto de
otra más íntima que se cernía sobre mí. Así que interrogué a mis amigos
intelectuales, independientemente de que fueran espesos y alemanes o jugaran a
ser frívolos e iconoclastas, y no obtuve una respuesta contundente. Como ya
suponía yo, no hicieron otra cosa que irse por los cerros de Úbeda para acabar
hablando de sí mismos y de sus magnas obras.
Aprovechado
el asunto de la impotencia intelectual como trasunto de la sexual, indagué
entre mis amigos iletrados acerca de la relación entre deporte y sexo. Tampoco
obtuve una conclusión meridiana. Al menos estos no se andaban por las ramas
sino que más bien se reían a mandíbula batiente para después contarme un par de
chistes guarros y enseñarme fotos pornográficas con el móvil.
Conclusión;
abandoné definitivamente la lectura de la última novela francamente mala que se
me estaba cayendo de las manos y me entregué, libre y aliviado, a la práctica
del ping pong. (El sexo vendría por añadidura y de qué manera cuando se produjo
un vuelco absoluto en mi vida).
El mundo
femenino no tiene nada que ver con el mundo masculino. La mujer tiene una
relación mucho más íntima e intensa con la palabra que el hombre. Le encantan
los culebrones larguísimos y las novelas con cientos de páginas a condición de
que acaben bien y no haya violencia gratuita. No les suelen gustar las novelas
de mafiosos ni de superhéroes a no ser que sus vilezas y heroicidades estén
estrechamente ligadas a una peripecia amorosa potente.
Es
sumamente difícil ver a un lector masculino con una novela gorda entre sus manos.
Sin embargo el tocho novelesco de quinientas y pico de páginas, como mínimo,
forma con la mano femenina una perfecta unidad de destino. Mi hija veinteañera,
por ejemplo, es una devoradora insaciable de novelas gordas, al igual que
muchas mujeres que veo cuando viajo en
tren.
En lo
referente al mundo homosexual sería muy interesante comprobar si tiene las
mismas tendencias lectoras que el mundo femenino. Me gustaría muchísimo
saberlo, pero mi pudor me impide preguntar a un joven que lee una novela gorda
en el tren si es homosexual. Por otro lado, los amigos homosexuales que tengo o
son todos adictos a las revistas de moda y al gimnasio o son poetas finos y exquisitos, de cuerpo
más bien esmirriado que practican una poesía decadente y helenizante.
En estas
estaba yo, cuando se produjo en mí un vuelco absoluto que me permitió unir en
un mismo paquete turístico mi afición presente por la Historia con el amor que
dispensé a la lectura de novelas cuando joven. De hecho ahora vivo una segunda
juventud, llena de esplendor. La solución era muy sencilla. Ponerme del otro
lado. Visitar la cara oculta de la luna descubriendo un mundo nuevo. Impotente
como lector de novelas, adquirí una
potencia inusitada cuando me puse a escribirlas. Ahora sí que podía ser el
protagonista absoluto, el supremo hacedor de historias que, al surgir como
hongos, se hacían imprevisibles y sorprendentes para mí, que las escribo,
cuanto más para ti, querido lector, amantísima lectora, que en tus manos tienes
la posibilidad de gozar de “El escritor sin historias”, una novela llena de
historias entrelazadas por un sutil hilo narrativo que os deparará un final
inesperado.
3 comentarios:
¿Dónde podría adquirirla...?
Muchas gracias
Disculpe la tardanza en contestarle pero llevo un tiempo muy liado con la promoción:
La puede adquirir on line bien en versión en digital o en papel más gastos de envío:
Le mando la dirección:
Es fiable.
La editorial es pequeña por eso todavía no ha llevado la novela a Madrid.
Muchísmas gracias por su interés
Muchas gracias, me haré con ella, saludos!
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