Me podría pasar
toda la vida en tren viajando sin rumbo fijo por el mero hecho del viaje en sí.
Desde los trenes de mucho humo de la infancia a estos velocísimos e higiénicos
trenes modernos, provistos de bar, televisión, wi-fi y azafatas que hablan inglés,
reparten auriculares y ofrecen caramelos en una bandeja antes de llegar a la estación
término.
Ya sé que desde
hace un tiempo las azafatas no pasan con su bandeja de caramelos. Supongo que
se debe a los recortes. Enorme contradicción, porque es justo ahora, en que la
vida muestra a casi todos su cara más amarga, cuando deberían endulzarnos un
poco. Nos están retrocediendo a marchas forzadas al mundo en blanco y negro, después
de habernos hecho llevar un tren de vida multicolor que, por lo visto, no
correspondía a nuestros méritos y capacidades. Eso dicen, pero dicen tantas
cosas y usan a los trenes para tantas metáforas que parece que ya no
transportan mercancías o pasajeros sino imágenes. El tren en sí es una gran
imagen. Por fuera y por dentro.
Si por fuera,
habría que hablar del tren de los reyes magos que los padres regalan a sus
hijos como pretexto para sentirse niños otra vez y no salir de casa a enfrentarse
con el ruido y la furia de la cruda realidad. Haciéndonos niños, nos volvemos
abstractos e intemporales. A todos nos gustaría huir de vez en cuando de los
dolores y cansancios de esta vida trabajada y refugiarnos un poco en la
habitación del hijo. Yo, que ya no tengo edad para jugar, escribo sobre trenes que
es mi manera de darle cuerda a las metáforas hasta que se paren.
Si es por
dentro, entonces debo recurrir inmediatamente a la vez aquella en que viajé con
mi padre en un tren que nos llevó a lo largo de la noche hasta Madrid. Era la época
en que los vagones estaban divididos en compartimentos que daban a un largo
pasillo lateral con ventanillas que abríamos para ver cómo la locomotora, allá
lejos, soltaba el humo. En aquellos vagones había la posibilidad de encerrarse
en el compartimento y no querer saber nada del mundo o salir al pasillo de
afuera y hablar con desconocidos. Fue en ese viaje donde dormí sobre las piernas
de una mujer joven que me las ofreció de almohada. Escribo esto y me viene la metáfora
real de la mujer otra leyendo una novela en mi viaje a la Rochelle. Lo cual
significa que acabo de darme cuenta de que, ya desde niño, estaba especialmente
destinado a admirar las piernas de las mujeres como metáfora esencial del gran
viaje por la vida...
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