...Fue allí, en la distante habitación, donde fotografié el río grande con su puente viejo, huérfano de barcas de cadera ancha como a la que me subí por última vez, en pleno invierno, un día de piarda. Nunca se sabe del tiempo último por venir ni cuándo será la última vez en que uno, con toda la ignorancia, se sube a una barca. Lo sabemos todo del tiempo que pasó a pesar de las entremezclas sutiles de lo vivido y lo inventado, como le sucedió a mi padre, que se cayó por un hueco del tiempo y llamó por tres veces a la niña con la que jugaba cuando pasamos por su balcón mucho tiempo después.
Pero del tiempo por venir no
sabemos absolutamente nada; no sabemos si espera agazapado y último a la vuelta
de la esquina o extiende su cola interminable un poco más. Tampoco sabemos nada
del tiempo de la postración última, cuando le damos la vuelta al tiempo propio
y nos ponemos, comunes y definitivos, del lado de quien ya nada puede contar. Por eso escribo. Porque necesito fotografiar
el tiempo. He hecho de la rutina de fotografiar a mi padre con plazas, murallas
o calles antiguas al fondo, un ritual del tiempo. Se me va a ir y yo seré el
eslabón próximo que se irá tras él por sucesión natural y por natural jerarquía
con respecto a mis hijos...
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