...Con los adelantos de hoy en día,
no hace falta buscar fotografías en la caja de dulce de membrillo de mi madre.
Tampoco hay que ir al fotógrafo en
blanco y negro de la calle en cuesta que
desemboca en la plaza del Ayuntamiento
donde trabajaron mis padres; ella de secretaria particular del señor alcalde,
él, en diversos negociados, hasta acabar al final los dos juntos en un despacho
pequeño; él dictando documentos y ella copiándolos en taquigrafía para pasarlos
después a máquina y dárselos a firmar.
Muchas veces subí la calle de la
cuesta hasta llegar a donde mi madre a que me diera un beso y, tras ser paseado
y besado con estampación de carmín por todas las amigas de todos los negociados
y secciones del excelentísimo ayuntamiento de la ciudad, nos íbamos a hacer la
compra en el mercado de arriba, aprovechando la media hora del desayuno.
Otras veces me llevaba al
fotógrafo a que me hiciera fotos de carnet, solo o con mi hermano. Y con mis primos también, pero eso ya era por
las tardes, para las fotos familiares en que nos poníamos a mirar el
inexistente pajarito del señor sin rostro con cámara encima de un armatoste de
madera y paraguas detrás y nosotros, delante de un fondo de columnas con
montañas y alguna nube; ellas con sus
trenzas y sus vestiditos y nosotros con pantalones cortos, el flequillo tapando
la mitad de la frente y una sonrisa obligatoria que nunca me salió.
En lo que se refiere a
fotografías, siempre fui un niño sin sonrisa con cara de serio. Lo sigo siendo por
fuera. Por dentro tuvo que venirme desde el océano lejano una brisa que hizo
que me tomara las cosas con cierta distancia. Si no, no me explico esta
conciencia de gota minúscula en la que me instalo con cierta facilidad cuando
vienen mal dadas. Es más, creo que he aprendido a sonreírme con los ojos porque,
extendiendo mucho la metáfora, una gota de océano podrá parecerse a un ojo pero jamás a una boca.
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