…En los tiempos felices del ladrillo era digno de ver el espectáculo que se producía cuando el señor alcalde pronunciaba el discurso de clausura de los talleres del centro cultural. Todo el mundo se abalanzaba como poseso a por la comida y la bebida gratis. Los que podían abalanzarse porque, mientras el señor alcalde lanzaba su perorata, muchísima gente estaba ya pegada como una lapa a la mesa central. Los más astutos se habían apostado estratégicamente en la puerta de salida de las bandejas, de manera que, cuando llegaban, las que llegaban, venían disminuidas y ratonadas.
La
gente, pegada a la gran mesa, estaba compuesta en su mayoría por una retahíla
de viejos y viejas con el hambre atrasada de cuando la guerra. Una vez que
llegaban las bandejas, las viejas y los viejos transmutaban en termitas.
En
honor a la verdad, debo reconocer que mi suegra siempre ha estado muy alejada
del termitero populachero. Ha participado, eso sí, en todos los eventos
culturales en torno al canapé. No se ha perdido nunca nada, pero siempre ha
conservado la cordura y la compostura. Por ese lado no tengo nada que objetar. Más
bien le debo estar agradecido a su maestría en el difícil arte de abrirse paso
en la mesa central y venir con un par de bandejas surtidas.
Y
cuando alguna dificultad insuperable le impedía escalar hasta la cumbre,
recurría a la elasticidad infantil de su nieto. Mi suegra y su nieto siempre
han compuesto una unidad de destino en la conquista del canapé.
Desgraciadamente es una unidad desaparecida en la densa bruma de la nostalgia.
Hace poco nos hemos enterado que también debemos los canapés junto al Ave, las
autopistas, los palacios de congresos de cada pueblo, las universidades de
provincias y los aeropuertos sin aviones.
A
pesar de todo, la unidad de mi suegra y su nieto se mantiene incólume en la
degustación del caracol que es donde se forjó.
La
pericia de abuela y nieto en sacar el bicho de su estrecha concha es inaudita,
fruto de muchos años visitando los patios de mayo en Córdoba. Por mayo, Córdoba
revienta de flores y caracoles. En el sur siempre nos hemos manejado muy bien
con estos dos conceptos tan estrechamente ligados. La flor como belleza efímera
e inigualable y el caracol como trasunto del ritmo lento y necesario para
contemplarla a sorbos.
Es
por mayo cuando mi suegra y su nieto se plantaban en Córdoba desde Málaga
galopando a velocidad de Ave para comer displicentemente caracoles en cualquier
placita. El complejo franco-alemán del vértigo y el frenesí puesto a
disposición de la parsimonia mora. La conjunción perfecta…
2 comentarios:
Usted habla de su suegra y me recuerda a mi madre con sus nietas, mis hijas.
Que dure muchos años esa unión de abuela y nieto. Por ella y por él.
Un abrazo
Sí, efectivamente que dure mucho tiempo.
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