viernes, 15 de enero de 2010

TELEVISORES,PESETAS,GOLES.




Entre mis no muy abundantes pertenencias confieso que poseo dos televisores. Uno que actúa en el salón de estar y otro que yace sobre una cajonera alta del dormitorio que compartimos mi querida esposa y yo. Ambos son antiguos y gordos, pero se llevan muy bien. Los dos emiten al mismo tiempo el mismo programa de la misma misma cadena y no como otros televisores jóvenes que van por libre vía internet o playstation. Los míos no. Por eso da gusto salir del sofá del salón en medio de una jugada muy peligrosa de mi equipo en el área rival y ver como el balón entra como un misil en la portería justo cuando estoy entrando en el dormitorio de arriba.
Algún alma ruin podrá decirme que es materialmente imposible que, dada la velocidad a la que se juega el fútbol moderno y teniendo en cuenta que me acerco a los sesenta, entre que salgo del sofá, atravieso el salón y subo las escaleras, haya llegado a tiempo para abrir la puerta del dormitorio, coger el mando que suele estar perdido entre las sábanas, elegir el canal donde dan el partido, esperar unos segundos a que se encienda el aparato y gritar gol. A no ser que el gol que yo viera en el dormitorio de arriba no fuera el gol original sino una repetición cualquiera. Pues no.
Yo sé lo que veo y lo que me digo y repito que el balón que entra como una exhalación haciendo inútil la estirada felina del portero que aparece en el televisor de arriba es un gol en vivo y coleando como atestigua el grito prolongado del locutor. Un grito que, atravesando el salón, recala un momento en la cocina para beber agua y aclararse la garganta antes de emprender un vuelo veloz para depositarse en mis oídos.
El quid de la cuestión es que esa alma ruin tiene un concepto muy estrecho de la realidad. Seguro que piensa que la realidad es un bloque rígido de piedra y no un bloque blando y dúctil de plastilina como se encarga de decirnos por activa y por pasiva la ciencia moderna. Desde que el espacio y el tiempo son relativos, yo me lo creo todo. Pero tampoco hace falta recurrir a la física para explicar la realidad.Basta con analizar desapasionadamente el precio de mis televisores.
El más grande y viejo me costó sesenta mil pesetas, (trescientos sesenta euros). El más pequeño y joven cuarenta mil, (doscientos cuarenta euros). Pongo primero las pesetas y después los euros para significar que son un poco antiguos. Teniendo en cuenta que escribo en 2011, tienen trece y doce años respectivamente. Compré mis dos televisores antes de la navidad del uno de enero del 2000, que es cuando entró el euro en nuestras vidas y lo que antes era novísimo, de la noche a la mañana, se hizo viejísimo. Estoy seguro que al decir que compré mis dos televisores en pesetas, muchos lectores que tienen televisores de plasma pensarán que son mucho más viejos de lo que son y que mis sesenta años son mucho más años si lo traducimos en euros.
Algo parecido me ocurrió a mí cuando me estrené con el euro. El aparcamiento de la calle donde solía aparcar el coche pasó de valer cien pesetas de la noche del treinta y uno de diciembre a costar en la mañana del uno de enero un euro, ciento sesenta y seis pesetas con trescientos ochenta y seis céntimos. Una barbaridad.
Si lo hubiera sabido, hubiera aparcado mi coche el treinta uno de diciembre de 1999 y no lo hubiera movido del aparcamiento nunca más. Me habría ahorrado una cantidad enorme de dinero.
A la luz de este sencillo ejemplo cotidiano se explica perfectamente que la jugada peligrosa que veo en el salón transmute con toda naturalidad en gol en el dormitorio. Es más, estoy en condiciones de asegurar que mis dos televisores están indisolublemente unidos por lazos de consanguinidad. De hecho son madre e hijo. (Con los avances tecnológicos tan rápidos, un año de diferencia entre televisores puede equivaler a treinta años entre los humanos). Madre e hijo están tan unidos en la distancia que hace que la jugada sea amorosamente trasladada desde el televisor madre al televisor hijo nada más salir yo del salón. La realidad es un magma cambiante.
Incluso, a veces, he llegado a pensar que la jugada peligrosa de mi equipo en realidad se disuelve en un fuera de juego que decide no ver el televisor madre para que yo suba a donde el televisor hijo y grite con el locutor un gol que no existe. De ser así, no me queda otro remedio que pensar que yo soy el gol que, a manera de beso de buenas noches, envía a su hijo del dormitorio de arriba la madre del salón de abajo como pude comprobar una vez que grité gol y esa misma noche en el Larguero dijeron que mi equipo favorito había empatado a cero.



 

1 comentario:

Unknown dijo...

Porquerito:

No te preocupes, estoy memorizando momento que habré de transcribir algún año de estos. Por eso lo de "que no se me olvide". No puedo olvidar todo esto que estoy viendo. No debo.

Muchérrimos besitos y cuidado con las teles, que las carga el diablo.

Faritah.