Entre mis no muy abundantes pertenencias confieso que poseo
dos televisores. Uno que actúa en el salón de estar y otro que yace sobre una
cajonera alta del dormitorio que compartimos mi querida esposa y yo. Ambos son
antiguos y gordos, pero se llevan muy bien. Los dos emiten al mismo tiempo el
mismo programa de la misma misma cadena y no como otros televisores jóvenes que
van por libre vía internet o playstation. Los míos no. Por eso da gusto salir
del sofá del salón en medio de una jugada muy peligrosa de mi equipo en el área
rival y ver como el balón entra como un misil en la portería justo cuando estoy
entrando en el dormitorio de arriba.
Algún alma ruin podrá decirme que es materialmente
imposible que, dada la velocidad a la que se juega el fútbol moderno y teniendo
en cuenta que me acerco a los sesenta, entre que salgo del sofá, atravieso el
salón y subo las escaleras, haya llegado a tiempo para abrir la puerta del
dormitorio, coger el mando que suele estar perdido entre las sábanas, elegir el
canal donde dan el partido, esperar unos segundos a que se encienda el aparato
y gritar gol. A no ser que el gol que yo viera en el dormitorio de arriba no
fuera el gol original sino una repetición cualquiera. Pues no.
Yo sé lo que veo y lo que me digo y repito que el balón que
entra como una exhalación haciendo inútil la estirada felina del portero que
aparece en el televisor de arriba es un gol en vivo y coleando como atestigua
el grito prolongado del locutor. Un grito que, atravesando el salón, recala un
momento en la cocina para beber agua y aclararse la garganta antes de emprender
un vuelo veloz para depositarse en mis oídos.
El quid de la cuestión es que esa alma ruin tiene un
concepto muy estrecho de la realidad. Seguro que piensa que la realidad es un
bloque rígido de piedra y no un bloque blando y dúctil de plastilina como se
encarga de decirnos por activa y por pasiva la ciencia moderna. Desde que el
espacio y el tiempo son relativos, yo me lo creo todo. Pero tampoco hace falta
recurrir a la física para explicar la realidad.Basta con analizar
desapasionadamente el precio de mis televisores.
El más grande y viejo me costó sesenta mil pesetas,
(trescientos sesenta euros). El más pequeño y joven cuarenta mil, (doscientos
cuarenta euros). Pongo primero las pesetas y después los euros para significar
que son un poco antiguos. Teniendo en cuenta que escribo en 2011, tienen trece
y doce años respectivamente. Compré mis dos televisores antes de la navidad del
uno de enero del 2000, que es cuando entró el euro en nuestras vidas y lo que
antes era novísimo, de la noche a la mañana, se hizo viejísimo. Estoy seguro
que al decir que compré mis dos televisores en pesetas, muchos lectores que
tienen televisores de plasma pensarán que son mucho más viejos de lo que son y
que mis sesenta años son mucho más años si lo traducimos en euros.
Algo parecido me ocurrió a mí cuando me estrené con el
euro. El aparcamiento de la calle donde solía aparcar el coche pasó de valer
cien pesetas de la noche del treinta y uno de diciembre a costar en la mañana
del uno de enero un euro, ciento sesenta y seis pesetas con trescientos ochenta
y seis céntimos. Una barbaridad.
Si lo hubiera sabido, hubiera aparcado mi coche el treinta
uno de diciembre de 1999 y no lo hubiera movido del aparcamiento nunca más. Me
habría ahorrado una cantidad enorme de dinero.
A la luz de este sencillo ejemplo cotidiano se explica
perfectamente que la jugada peligrosa que veo en el salón transmute con toda
naturalidad en gol en el dormitorio. Es más, estoy en condiciones de asegurar
que mis dos televisores están indisolublemente unidos por lazos de
consanguinidad. De hecho son madre e hijo. (Con los avances tecnológicos tan
rápidos, un año de diferencia entre televisores puede equivaler a treinta años
entre los humanos). Madre e hijo están tan unidos en la distancia que hace que
la jugada sea amorosamente trasladada desde el televisor madre al televisor
hijo nada más salir yo del salón. La realidad es un magma cambiante.
Incluso, a veces, he llegado a pensar que la jugada peligrosa
de mi equipo en realidad se disuelve en un fuera de juego que decide no ver el
televisor madre para que yo suba a donde el televisor hijo y grite con el
locutor un gol que no existe. De ser así, no me queda otro remedio que pensar
que yo soy el gol que, a manera de beso de buenas noches, envía a su hijo del
dormitorio de arriba la madre del salón de abajo como pude comprobar una vez
que grité gol y esa misma noche en el Larguero dijeron que mi equipo favorito
había empatado a cero.
1 comentario:
Porquerito:
No te preocupes, estoy memorizando momento que habré de transcribir algún año de estos. Por eso lo de "que no se me olvide". No puedo olvidar todo esto que estoy viendo. No debo.
Muchérrimos besitos y cuidado con las teles, que las carga el diablo.
Faritah.
Publicar un comentario