Miro
esta fotografía y no puedo dejar de reconocerme. Es más, me atrevería a decir
que esa extraña juntura de puro y tocado de señora para boda provinciana son el
reflejo más exacto de mi alma. En el medio, un rostro que se acopla como un
guante.
Aunque
parezca mentira, a ese rostro lo nacieron para niño serio y hombre de provecho
el día de mañana, pero vino el día de mañana y no hubo provecho ni tampoco
seriedad.
Sin
embargo disponía de las herramientas necesarias para ser un triunfador sin
escrúpulos; inteligencia y voluntad, disciplina y espíritu de sacrificio. De
habérmelo propuesto podría haber llegado muy lejos. Pero no me lo propuse…
(No
vea el lector en mí engreimiento alguno. Tengo la edad suficiente para sentirme,
por fin, impune e inmune. Nada he hecho para merecer los dones anteriores, como
tampoco nada hice para tener la altura que tengo o la calvicie que me posee.
Son gajes del destino. Otra cosa bien distinta es el destino que uno da a lo
que conceden los dioses graciosamente).
…Y
no me lo propuse porque los susodichos dioses me favorecieron con otro don que
ladinamente debilitaba y pervertía a sus
pares. Me refiero a la sin par imaginación. En vez de encaminarme hacia
elevados y prácticos fines, me condujo hacia el jolgorio y el frenesí. La alegre
y veraniega cigarra triunfando clamorosamente sobre la práctica e invernal
hormiga.
La
imaginación, rompedora de ortodoxias y cataplasmas, pesadeces y aburrimientos,
es don divino por antonomasia, muy poco acorde con la práctica de oficios solemnes.
Para triunfar en los mundos de la pompa y el protocolo se necesita no tener
escrúpulos y para ello nada mejor que estar desprovisto de imaginación, pues ésta
hace que el supuesto verdugo se ponga en el lugar de la segura víctima y así,
por pura empatía y conmiseración, uno no pisa, no aplasta, no sube, no trepa y,
por lo tanto, a nada llega. La ambición, que no conoce límites, se ve muy
constreñida por la imaginación. Ambas se repudian. Es sumamente difícil que una
persona imaginativa sea ambiciosa, mientras que es imposible que una persona
ambiciosa sea imaginativa. La persona imaginativa, al llevar el mundo dentro de
sí, no necesita salir y conquistarlo ¿Para qué esforzarse en conseguir lo que
ya se tiene?
La
persona ambiciosa, empero, suele estar angustiada por conseguir lo que no
tiene. De ahí que se muestre ansiosa e hiperactiva, con una tendencia muy
pronunciada a ser una mala persona y un hijo de puta, en general.
Compárese
a un presidente de gobierno, por ejemplo, con el ejemplo palmario de mi
fotografía. No hay color. Con ese rostro estoy perfectamente capacitado para
escribir frente al jardín de mi casa mecido por la brisa matutina y acunado por
el dulce canto copulatorio de los pájaros en tanto que el presidente del
gobierno tiene un desayuno de trabajo o trabaja en un monótono discurso o
maquina trabajosos y sucios planes para que nadie le haga sombra.
Es
más, si quiero, puedo levantarme ahora mismo de la mesa e irme raudo como el
viento a dar un paseo por la playa para pensar en lo que escribo, mientras mi
alma se llena de la belleza de los cuerpos semidesnudos tendidos al sol o, al
contrario, puedo inscribir en mi alma la belleza de los cuerpos semidesnudos tendidos
al sol y ponerme después a pensar. Teniendo imaginación, el orden de los
factores siempre alterará, para bien, el producto.
El señor presidente del gobierno, en cambio,
deberá tener en cuenta tantos factores para levantarse del sillón sin que se lo
quiten, que lo más probable es que no se despegue de él ni un segundo. Así no
podrá mantener nunca conversaciones interesantes con mujeres desconocidas,
inteligentes y muy sensuales como me
suele pasar a mí cada dos por tres. ¿Quiere esto decir que he tenido una vida
muelle e irresponsable? En absoluto. La parte seria de mi vida hizo que
aprendiera sumisamente todas las reglas. No hay código que no conozca, no hay
norma que no haya obedecido.
Por
eso ahora soy un código descodificado, un ser normal fuera de lo normal que se
permite licencias cuando le apetece.
La
boda de mi hermano fue una pequeña muestra de hasta dónde puedo llegar. Pero antes de llegar al instante de la
instantánea, pasé todos los controles de calidad pertinentes, tratándose de una
boda tradicional.
Asistí
como católico confeso y contumaz a la santa misa oficiada en la iglesia
catedral de la ciudad donde me nacieron. Aposentado en las filas postrimeras,
al lado de mi descreída esposa y con mis hijos como atónitos testigos, realicé
con esmero y pulcritud todas las genuflexiones requeridas, todos los gestos que
demandaba el ritual. Triunfé como hijo pródigo que se prodiga muy poco en esta
clase de festines.
(Debo
confesar que el protocolo eucarístico lo tenía bien aprendido. No solo por la vía
infantil de cuando me bautizaron, confirmaron y comulgaron hasta los quince
años sino también por la vía consuetudinaria, marcada por la virtud de la
piedad que me impulsaba a darle a mi madre alguna alegría yendo con ella a misa
muy de vez en cuando.
Era
digna de ver su sonrisa agradecida cuando la acompañaba junto a mi padre a la
iglesia de San Juan Bautista y en vez de irme con viento fresco a dar una
vuelta por ahí y recogerlos después, me introducía con ellos en el oscuro
templo con paso seguro y firme el ademán para, una vez dentro, proferir con voz
grave salmos y preces henchido de fervor religioso y de histrionismo contenido.
Era
lo mínimo que podía hacer por ella desde que a los quince años le dije que era
ateo, acompañando mi ateísmo con una retahíla de argumentos contundentes a los
cuales no pudo responder).
Más
tarde vino el convite en los salones de un hotel postinero y allí, durante el
ágape, sostuve amenas e insustanciales conversaciones con mis compañeros de
mesa hasta que llegó el puro con que aparezco. Detrás de él, un atisbo de
sonrisa en los labios refrendada ostentosamente por una mirada cómplice. La
mirada cómplice está, a su vez, entreverada por un velo asociado a un bonete
ocultador de la calvicie.
Si el amable lector fija una vez más su atención
en la estrambótica fotografía, observará que mi rostro de halla dividido en dos.
La parte materna llega justo hasta donde la nariz tiene su fin. La parte
paterna principia donde acaba mi madre hasta desembocar con naturalidad en la
mano que se posa suave y viril en el brazo. No podía ser de otra forma. Quiero
decir que mi alma se ve fielmente representada en el reparto armónico.
Si
nos vamos a la parte materna, ésta ocupa, con todo merecimiento, la parte
superior. Allí se aposenta la calvicie, pero también tiene asiento la
inteligencia. El bonete encubridor alude a la incuestionable habilidad femenina
para el ocultamiento y el disfraz. Una mujer lo es en tanto sabe, con la
sabiduría antigua de afeites medievales, tocados renacentistas y complementos
decimonónicos más o menos ostensibles e incómodos, realzar sus bondades y
esconder sus defectos. Nada que objetar. El arte artificio pide.
(¿No
es acaso el pintor retratista un fingidor exquisito que, aun acercándose lo más
fielmente posible a la geografía de un rostro, elimina de él toda excrecencia
innecesaria; alguna anecdótica verrugilla, cierta arruga superflua?)
La
mujer hace arte de sí misma y pide al varón que la disfrute, no solo en lo que
es sino también en lo que no es, pues muy sutiles son las relaciones entre aparentar y ser.
Si
un poeta excelso dijo que uno es del tamaño de lo que ve, es obvio que el
tamaño de mi delatora calvicie queda fuera del mundo visible y, por lo tanto,
no existe. ¿Y qué decir del velo revelador? He dicho bien. Revelador y
enaltecedor de una inteligencia poderosa, basada asimismo en la femenina
cualidad de la observación atenta con la que mi madre me dejó bien provisto
¿Deberé una vez más afirmar que prácticamente nada he añadido a lo que me fue
dado de fábrica?
Derrotadas
por fin las falsas humildades del judeocristianismo, no tengo miedo a casi
nada. Libre de la opinión de los demás, emito la mía propia sin estúpidas
cortapisas, salvo en lo que se refiere a la imprescindible educación y a la
siempre alabada discreción.
Mi
madre fue una mujer de inteligencia sumisa y discreta. Como tantas que vivieron
bajo el poder del varón. De la inteligencia de mi madre fui eliminando de a
poco la sumisión y el susto, y adoptando con mucho esfuerzo la discreción que
me guía. (Invisibilizarse
como la milenaria tortuga es placer de dioses). Salvo cuando se produce en mí
una explosión interna que, rompiendo virilmente el caparazón en donde
desaparezco, me hace surgir en ostentosa exhibición. Mecanismo compensatorio,
fluctuación dulce.
Mi
padre siempre lo tuvo muy claro: “Vuestra madre es más inteligente que yo”
La
observación atenta o perspicacia tiene tres canales por donde recibe la
información del mundo. La vista, el oído y el olfato. Pues bien, los tres
sentidos se ven amparados en la fotografía por el velo que los acoge solícito. “Estos son
mis hijos muy queridos en quienes tengo puestas todas mis complacencias y
goces”
Velo
tenue y sutil que, al mismo tiempo que difumina suavemente, exalta y engrandece
lo que aparenta tapar y no tapa. Lo
femenino en su máximo esplendor ¡Ambigüedad, tienes nombre de mujer!
Acaba
el velo y empieza la oralidad varonil cuyo centro indiscutible y único es la
boca que no se ve acompañada de ningún ornamento piloso, ya sea bigote, perilla
o barba. Es un rostro limpio que se muestra a la intemperie sin escudarse en
nada. Es más, la boca queda acentuada por un puro del que saldrán como
vaharadas miles de palabras que desaparecerán en el éter o bien quedarán fijadas
por escrito en efímera eternidad. No hay nada sutil en un puro. El puro se
sostiene a sí mismo con su presencia omnipotente. El puro es lo que es. Sin
trampa ni cartón.
¿Puede
haber un retrato más fiel de un escritor? ¿No son la observación atenta y la
palabra las herramientas de que nos valemos? ¿Y no es también el puro el deseo
de mantenerse erguido en la palabra?
Aquí
te entrego, lector, mi retrato más cabal e inconsciente. Pues fue que, ante la
solicitud amable del fotógrafo, estando ya con el puro en la boca, me levanté
como un resorte impelido por la aguda conciencia de que me faltaba algo. Mis
pies me llevaron con inusitada rapidez a la mesa presidencial donde estaba mi
madre, vestida con la elegante sencillez del color morado que tan bien le
sentaba. Entonces le pedí el tocado, ella me lo dio y me vine a la mesa para
componer, de una vez por todas, el reflejo más exacto de mi alma.
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