El otro día el
escritor desconocido nos dio una clase magistral sobre la novela moderna. Debo
reconocer que es un buen orador. Transmite pasión. Su voz, de por sí cavernosa,
se va poniendo más grave a medida que se
acerca al meollo del concepto que quiere definir. Para ello se ayuda de una
gesticulación muy particular. Si fuera más agraciado, le otorgaría un aire
irresistible. A medida que el contenido se va haciendo etéreo, el escritor
desconocido pierde de vista a la audiencia y fija la mirada en el centro de un
círculo vacío que forma con sus brazos vueltos hacia sí mismo, las manos, muy
cerca la una de la otra sin llegar a tocarse, y los dedos sometidos a una gran
tensión. Es como si agarrara al concepto por el cuello y lo zarandeara inmisericorde
hasta sacarle las entrañas semánticas para ofrecérnoslo después como un trofeo.
La audiencia, sin
embargo, permanece bastante ajena a las explicaciones teóricas con que nos
ilustra de vez en cuando. La audiencia va a lo que va. Lo único que buscan es
que el escritor desconocido les proporcione una serie de recetas de cocina
sobre cómo escribir con el mínimo esfuerzo y en rápidos plazos para labrarse un
porvenir de escritor famoso. No creo que de semejante tropa salga nada más allá
de algún plumífero con derecho a articulillo en el periódico subvencionado de cualquier
ayuntamiento. Como mucho llegarán a ganar, por riguroso turno de “hoy por ti
mañana por mí”, el concurso de relatos organizado por la concejalía de ferias y
fiestas en honor de la virgen...
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