Hace
un tiempo, paseando por París, pude comprobar que había cuatro céntricos cines
que tenían en cartelera películas del señor Almodóvar.
Año
más tarde, dicho señor consiguió un óscar, además de situar a varios actores
españoles en el estrellato americano.
Hay
empresas especializadas en medir el impacto mediático de semejantes
espectáculos mundiales. Sin embargo, no hace falta ser un experto para deducir
que el óscar del señor Almodóvar perfectamente podría equivaler a miles de
visitas del presidente español a Washington, cuya presencia apenas sería
cubierta por un pequeño recuadro en las páginas interiores del New York Times.
Por
no hablar de las visitas de los caciques de los reinos de taifas españoles que,
para celebrar el día de su comunidad y estrechar lazos de amistad con el amigo
americano, alquilan algún espacio cultural neoyorquino al que tan sólo acude
una numerosa cohorte de paniaguados con sus esposas, periodistas españoles
pagados y algún que otro medio local.
Uno
de esos politicastros, que se llenan la boca con la palabra España, se ha
atrevido a insultar públicamente al señor Almodóvar, tildándolo de pederasta.
No
soy patriota. Personalmente el cine del señor Almodóvar no me interesa lo más
mínimo, pero sé que pertenece por derecho propio a la marca de una España en la
que me incluyo y, por lo tanto, yo también me siento insultado.