miércoles, 3 de agosto de 2011

VACACIONES EN EL MAR II. EL ORDEN DEL MUNDO.


Si algún publicista me pidiera una imagen que reflejara el orden del mundo, no tengo la menor duda de que sería un mantel a cuadros blancos y rojos que, a modo de ajedrez, contuviera a cada parroquiano, a cada camarero en su escaque correspondiente oficiando su oficio y dispuestos todos a luchar contra el caos de afuera donde doblas la esquina para desayunar en el bar de siempre y resulta que ha sido sustituido por una agencia de viajes en crucero o un wok.
No hay orden en el mundo si no hay un ritmo que empieza desde “el buenas tardes” que digo a los camareros y el “que aproveche” que digo a la parroquia cuando entro en el comedor y los veo tan serios, tan aplicados, con la cuchara del primer plato o el tenedor del segundo como si fueran escolares para la fotografía de fin de curso.
Me sentaré en la mesa del fondo para que las noticias catastróficas del televisor me lleguen amortiguadas. Posiblemente me serviré una copa de vino de la botella dispuesta en la mesa como si fuera un faro. Es entones cuando vendrá hacia mí la mesonera con la concha de aceitunas machacadas y una sonrisa que es un anuncio de la comida guisada sin prisas por su madre.
Yo elegiré el primer plato al que añadiré un tiempo de duda innecesario porque me gusta el olor que despide su cuerpo y que amplío adrede con la elección equivocada del segundo porque también me gusta que me corrija y me recomiende lo que ella misma va a comer o ha comido.
Tomará nota mentalmente o con lápiz y papel, según. El tiempo de espera lo aprovecharé para prestar un poco de atención a los noticias de fútbol. Acabado el plato primero, vendrá con el segundo y yo la requebraré un poco para que haga un aspaviento muy teatral indicador de que su marido nos está vigilando. Es posible también que entre el primero y el segundo se produzca un agradable vacío que emplearé en darle pequeños sorbos a mi copa de vino mientras me enfrasco en mis pensamientos con la música de fondo de las noticias catastróficas del telediario…
La silla en la que ahora me siento es un ancla que me fija al teclado desde donde escribo. Es una silla que una vez acompañó a una mesa redonda de mármol en un bar donde a menudo la vestían con un mantel a cuadros. La mesa de mármol está en el salón separada definitivamente de la silla. Sin embargo la silla de madera con respaldo curvo y la mesa redonda de mármol constituyen un orden interno que me recuerda al orden que separadamente constituimos mi mujer y yo o mi hijo y yo.
Mi hijo se acaba de levantar bien avanzada la mañana del verano porque se puede permitir el lujo de dormir mucho. Mi hijo acaba de venir de un crucero con su madre donde se ha aficionado al ajedrez. Hizo amistad con un chaval que es campeón de su provincia. Esta mañana me ha pedido permiso para usar su ordenador y jugar al ajedrez. Yo le he dicho que sí. Poco después suena el teléfono. Mi mujer me dice que no ha hecho la compra porque el supermercado estaba atestado de gente y no le ha apetecido entrar, que si podemos comer fuera. También le digo que sí y me habla de un bufé chino que está muy bien.
En un bufé chino, la catástrofe está asegurada de antemano y se hace presente nada más entrar. Sabes lo que vas a pagar pero nunca lo que vas a comer, en el caso muy improbable de que se llame comer a levantarse continuamente de la mesa para saciar la angustia insaciable de la comida abierta a precio cerrado. Por mucho que intente controlarme, no puedo eliminar la desazón que experimento al tener que rentabilizar lo pagado. Es una desazón esencial.
Todo el mundo come más de lo que comería, haciendo colas para cada plato con la duda añadida de que, a lo peor, cuando llegues, se han acabado las ranas congeladas o el grasiento pato a la pequinesa y debes volver a la mesa con otro comistrajo diferente. Te sientas dispuesto a investigar cuál será la textura y el sabor de lo que te acabas de servir para compartir tu descubrimiento con tu familia cuando ésta se levanta al unísono y te quedas solo de soledad oriental mientras a tu lado zumban como balas otros comensales que van disparados hacia el bufé a disputarse la cuchara de servir la ensalada ambigua o las pinzas de los filetes de pollo que llevarán a la plancha- altar donde serán inmolados por un cocinero chino que no entenderá una papa de español.
Vuelvo a la mesa donde me siento circunstancialmente acompañado y les digo que nunca más. Mi mujer y mi hijo intentan consolarme con una sonrisa benevolente que significa: “Tampoco es para tanto, total por una vez”. Y tienen razón. Sobre todo porque tienen más tiempo. Pero yo no. De pronto me he dado cuenta de que me estoy haciendo viejo y necesito un orden como el mantel a cuadros blancos y rojos que me devuelva el mundo del que una vez zarpé.

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