viernes, 8 de abril de 2011

EL SUPERMERCADO DE ABAJO.



En verano soy un escritor en fuga. Visitar el supermercado de abajo en verano es un reto a la resistencia de mi concha para ver si es capaz de aguantar una presión de cientos de kilos por centímetro cuadrado. Pero hoy, lunes, que es cuando mi cajera favorita me ha dicho que se produce la tormenta perfecta, voy a viajar al centro del infierno. La acera del supermercado de abajo es ancha y espaciosa, capaz de contener por sí misma un edificio. En el borde con la calzada hay una fila de palmeras que sólo miro cuando a ellas se sube un artrópodo humano para cortar sus mortales hojas.



La paradisíaca estampa matutina en nada hace presagiar la estampida posterior. Tan sólo hay un viejo sentado en el alféizar de una de las enormes cristaleras que traslucen pasillos con carros de la compra atestados de mercancía que un pequeño enjambre de obreras intenta vaciar. No lo conseguirán por completo y esa será una de las causas de la tormenta perfecta. El viejo sentado en el alféizar calza sombreo de paja, gafas oscuras, camisa a cuadros, pantalón corto hasta las rodillas y un carrito con ruedas. Los viejos de hoy son los que más acusan la modernidad de los tiempos. Los viejos y las viejas de hoy no quieren ser viejos y se ponen pantalones de pescador ridículos, camisetas deportivas grotescas o unos vestidos ajustadísimos con escotes imposibles y unos tintes de bruja de barrio sésamo.



El viejo del alféizar esta solo hasta que una obrera del interior sale con el carro de la limpieza para vaciar los ceniceros de la entrada, recoger los papeles y las botellas de plástico del suelo mientras va llegando más gente, viejos en general, que se instala en la acera como pájaros de Hitchcok. Algunos empiezan a recibir estratégicas llamadas telefónicas de sus olvidadizas mujeres que les hacen un encargo de última hora o son ellos los que llaman inseguros. Mientras tanto, la edad del público que espera ha bajado notablemente pero sin llegar nunca a la juventud que a esas horas duerme un sueño eterno. Hay amas de casa cincuentonas y parejas cuarentonas de veraneantes con niño incluido que juguetea aburridamente con el brazo de su padre. Nadie habla con nadie pero todo el mundo empieza a mirar la hora. El viejo del alfeizar se ha levantado y se ha dirigido hacia la entrada como si quisiera hacer ostensible un derecho inalienable de ser el primero. Sin embargo un viejo más moderno se ha colocado en la parrilla de salida e indica a la obrera limpiadora señalándose la muñeca que ya es la hora. Parece evidente que el viejo de la parrilla es guiri porque no emite ninguna palabra. Parece evidente también que la obrera limpiadora hace un intento de comunicación, cortado rápidamente por su instinto de supervivencia que la obliga a iniciar camino de retorno hacia lo más profundo. La entrada principal, semioculta aún por la cortina metálica, deja ver los cuerpos cortados del resto de obreras que se mueven como rabos de lagartijas. Son cuerpos convulsos por la hora apremiante y la imposibilidad de tenerlo todo a punto.



En invierno, los cuerpos de las obreras tienen una consistencia y una solidez humanas. Ahora son cuerpos fofos y, a la vez, rígidos, como marionetas a punto de romperse. Sus cuerpos han perdido el ritmo exterior del paseo por el parque con los niños y se han impregnado del paso corto y rápido de los pasillos del supermercado sin más horizonte vital que las estanterías. ¿Y los rostros? Sus rostros han perdido el nombre que los identificaba y se han igualado en el hundimiento de ojos y en el aumento de bolsas. Una piel cerúlea y una mirada perdida indican que son rostros imposibles de reparar por ningún maquillaje. Sus cuerpos y sus rostros llevan adheridos la promesa de un futuro mejor cuando las mochilas vuelvan a las espaldas de sus hijos como prueba irrefutable de que el orden ha vuelto al mundo. Mientras tanto, sobreviven como zombis.



Indescriptible la cara de estupefacción de mi cajera favorita al otro lado del mostrador de la pescadería cuando me vio. Sus ojos hicieron la pregunta “¿Qué haces tú aquí?” que en ella se quedó pues no estaba hecha para ser oída. Desde la sabiduría de la esfinge pude apreciar cómo su rostro, una milésima antes de la estupefacción, se había iluminado en la creencia de que yo era septiembre. No había cogido el preceptivo número porque no pensaba comprar. Tratándose de la pescadería, me permití esa licencia. Una cosa era viajar al infierno y otra bien distinta abrasarse por dentro en una espera interminable. La pescadería, como la carnicería, suele estar en lo más hondo del supermercado. En este caso también venían a morir los pasillos que empezaban un poco después de las cajas y recorrían longitudinalmente el supermercado. El atasco estaba asegurado al confluir la muchedumbre que se agolpaba ante el pescado con la muchedumbre de peatones enloquecidos que transportaban veloces carritos para pasar de un pasillo a otro. Allí fui zarandeado varias veces. No sería la última. Tampoco la primera…

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