Hasta hace muy poco la Navidad era para mí un tormento, una inmensa lata de melocotones en almíbar del tamaño de una piscina olímpica que tuviera que ingerir diariamente. Los villancicos se me alojaban en el cerebro como gotas chinas. Belenes, papásnoeles encaramados a las ventanas, árboles navideños, películas americanas de sobremesa, sembraban mis noches de terrores nocturnos. El buenismo angelical de los telediarios y la exaltación familiar desmedida hacían que me salieran toneladas de azúcar por todos los agujeros de mi cuerpo sin omitir ninguno. Imposible sostener con la parienta o con quien fuera una relación sexual saludable. Familia y Navidad constituían un bolo alimenticio indigerible. Era como si me atiborraran a la fuerza de polvorones y mantecados sin el auxilio de un vaso de agua.
En navidad mi
vida familiar y sexual era un desastre. Quiero decir que amaba con todas mis
fuerzas a mi mujer, a mis hijos y a otras mujeres con sus hijos respectivos,
pero cuando todos ellos eran sepultados en Navidad bajo el nombre de familia o
unidad familiar, entraba en la depresión más profunda. Hasta que buen día
encontré la imagen feliz, la metáfora salvadora que me curó para siempre. Fue
en la visita que cada seis meses hago al dentista para mantener mis dientes en
perfecto estado para la dentellada. Durante la espera, suelo leer las ilegibles
revistas del corazón que en mi vida ordinaria jamás se me ocurre leer. (Mi
dentista, como todos los dentistas, tiene en la consulta un kiosco completísimo
de semejantes publicaciones).
Todas se
distinguen por una cursilería atroz. La continua
sucesión de tópicos pastelosos me relaja como preparación a que hurguen en mi boca.
Uno de los tópicos más en boga gracias a la equiparación laboral de hombres y
mujeres es, sin duda, la entrevista en profundidad, en medio de una enorme
cocina o de un salón fastuoso, a la mujer famosa que tiene un trabajo público
muy bien remunerado; actriz, presentadora de televisión, modelo.
Surge la previsible pregunta acerca de las prioridades de la petarda sobre
qué elegiría, en el caso hipotético de que tuviera que elegir, entre el trabajo
y su familia. Todas aseguran que no dudarían ni un segundo en abandonar sus
celebridades y sus ingresos suculentos en caso de que su familia peligrara,
porque para ellas sus hijos son lo más importante. Su marido, constructor
corrupto y multimillonario, también.
Fue entonces
cuando una voz que venía de lo más bajo de mi subconsciente me dijo: “Para todo
el mundo la familia es lo más importante. Hasta para ti que te pasas la vida
despotricando contra ella. No seas merluzo y relájate. La importancia de la
familia para el ser humano es algo muy obvio. Tan obvio como que las casas
tienen cañerías”.
“¡Pues claro!”,
me dije yo desde lo más alto de mi consciente “¡Hablar de la familia y de su
importancia alabando sus excelencias y exaltando sus virtudes, resulta ridículo
por obvio!
Tan obvio como
que las casas tienen cañerías por donde fluye el agua que sale por grifos y
váteres y tan ridículo como que a
nadie se le ocurre, cuando va a comprar una casa, preguntar si tiene agua
corriente. El agua corriente, como la familia, se supone. Lo extraño es alguien
que no tenga familia. Sería como habitar una casa sin cañerías. Por otro lado,
no sé de nadie que, al mostrar orgulloso su casa, dedique una mínima parte de sus alabanzas a las cañerías de agua. Como mucho, podrá aludir de
pasada a los puntos de toma de agua que tiene su cocina para ponderar lo bien
distribuida que está”.
Cuando encontré
esta comparación afortunada entre familia y cañerías, mi vida cambió por
completo. Salí de la consulta del dentista con mis dientes afilados y una
alegría interior reluciente. Si antes era un tipo introvertido y amargado,
ahora soy un optimista radical con una sonrisa que ilumina mi rostro como el
rayo catódico de un televisor en 3D con home cinema reproduciendo el sonido de las cataratas del Niágara.
¡Por fin puedo
decir sin ruborizarme que amo a mi familia sobre todas las cosas! Ahora formo
parte de la asociación de madres y padres del instituto de mi hijo, apoyo
económicamente algunas ONG multisolidarias y polisostenibles y tengo un facebook hapymilk donde
cuelgo entrañables fotos familiares.
Y siempre pienso
en la Navidad y en la Familia aunque sea verano. De hecho no hay un solo día
del verano en que no piense en la fiesta familiar por excelencia. En el sur lo
tenemos más fácil. En el supermercado de abajo, no bien acaban de tomar el
avión los últimos turistas rezagados cuando ya están colocando los primeros
adornos navideños y sustituyendo los expositores de cremas solares por
mantecados y polvorones. Mi amigo el jefe del supermercado llama a esta época
dichosa Veranidad, todo un acierto
lingüístico que será completado cuando se produzca la unión feliz con la Semana
Santa hasta llegar a la Santa Veranidad durante
la cual los viejos del Imserso estarán todo el año viajando excepto en las
señaladas fiestas navideñas donde tendrán que encerrarse obligatoriamente en
sus casas para recibir a los nietos queridos.
Pero no
adelantemos almibarados acontecimientos. Gracias a aquella comparación feliz
entre familia y cañerías de agua, ya no sufro. Todos mis sentimientos
familiares reprimidos afloran ahora como un torrente que, tras una lluvia
abundante, corriera por su cauce natural inundando la urbanización construida
por un constructor corrupto con todos los permisos en regla. La Navidad es para
mí un Titanic de cañerías de agua que explotasen al unísono para componer el
más glorioso salmo a la familia. Un inmenso popurrí de aguas minerales,
familiares y fecales cayendo desde altísimas cataratas. Mis sueños secos de
polvorón y mantecado han pasado a mejor vida. Hoy sólo tengo sueños húmedos
donde mi mujer, ataviada de papá Noel salta por la ventana y me hace un
striptease con música de villancico para después tenderse desnuda en la cama y
desde allí exclamar: “Ven conmigo, fontanero mío”.
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