Últimamente me asaltan con cierta asiduidad recuerdos de mi infancia antigua, lo cual significa que me estoy haciendo viejo, cosa que no me importa en absoluto mientras goce de una salud correcta. Los capricornios vamos mejorando conforme nos hacemos viejos. Según los astrólogos, que son una especie de astrónomos pero al revés, Capricornio es el signo de la vejez y de la sabiduría. Relacionado con el invierno y con la tierra, es representado por una solitaria cabra en lo alto del monte. Somos constantes y discretos, con gran tendencia a la melancolía y al pesimismo, prácticos, lentos y sólidos. En resumen; muy aburridos. Todo esto es verdad en mi caso, entre otras cosas, porque me conviene. Me encanta aburrirme conmigo mismo en mi soledad. Amo las distancias cortas que me hacen ser sociable pero jamás multitudinario.
Lo de la sabiduría también me viene por el lado de los multitudinarios chinos que se han empeñado en adscribirme el signo de la serpiente. A pesar de mi aburrimiento congénito, he cambiado varias veces radicalmente de vida como las serpientes de camisa. En cuanto a la salud, el horóscopo zodiacal no acierta lo más mínimo. No tengo problemas ni con las rodillas ni con las articulaciones. Mis traumas están relacionados más bien con los ojos, los oídos y la garganta. Pero astrológicamente tampoco me salvo por ahí porque, a lo que parece, mi ascendente es Aries cuyos problemas de salud están relacionados con la cabeza, cosa nada extraña si tenemos en cuenta que es representado por un carnero. Entre la cabra de Capricornio y el carnero de Aries, de cuernos tengo para dar y tomar. Me refiero, claro está, a cuernos físicos. En cuanto a cuernos mitológicos prefiero no preguntar por si acaso.
En descargo de la madre de mis ojos, debo decir que a ella no le gustó en absoluto que me pusiera gafas porque decía que las gafas me quitarían la expresión de los ojos. Cosa que es verdad aunque en mi caso no ha sido así. Hay muchas cosas que afortunadamente a mi edad no han sido como serían. Por ejemplo, no me he hecho un carca y uso lentillas cuando juego al ping pon aunque cabe también la posibilidad de operarme la vista, cosa que dudo mucho.
Dada la polisemia de la palabra operación que, según en qué contextos, puede significar operación quirúrgica o intervención militar, no me hace mucha ilusión operarme de nada que no sea estrictamente necesario y sin mi consentimiento, a ser posible. Quiero decir que yo no me entere a priori de nada y que me metan en el quirófano completamente anestesiado por dentro y amnestesiado por fuera. Todavía conservo en todo su esplendor el inmenso trauma de cuando me operaron de la garganta por llamar de alguna manera a la escabechina que me hicieron. Fue una intervención militar en toda regla. En aquellos tiempos todo estaba militarizado, incluidos los curas y los cirujanos. Los cirujanos se volvían locos con el bisturí y a la más mínima ocasión cortaban por lo sano las amígdalas por arriba o el prepucio por abajo.
Las amígdalas, como todo el mundo sabe, se hallan en la faringe y constituyen una defensa importante contra las invasiones de gérmenes patógenos procedentes del exterior. Toda una línea Maginot. Hay varios tipos de amígdalas, pero las que a mi me interesan e interesaron mucho al otorrinolaringólogo eran las amígdalas palatinas situadas en el istmo de mis fauces, en la entrada de la orofaringe, más concretamente entre los pilares del velo de mi paladar. Estas amígdalas pueden inflamarse e infectarse. Son las típicas anginas que mucha gente padece pero que afortunadamente hoy jamás se extirpan. Las mías hace ya mucho tiempo que desaparecieron como también desapareció su verdugo, el Doctor Macho. A veces pienso si debiera cambiar mis naturales sentimientos de animadversión hacia mi verdugo por sentimientos más positivos ya que, gracias a él, las defensas nacionalsindicalistas, que desde muy pequeño me inculcaron, quedaron destruidas por la eliminación de mis amígdalas palaciegas, facilitando así la entrada de gérmenes judeomasónicos que, junto a las secuelas de una gripe mal curada a los quince, hicieron de mí un librepensador crónico.
El doctor Macho no tuvo piedad de mis cuatro años. Nada más abrirme la boca y meterme el palito mondo y lirondo sin acompañamiento de helado, dedujo para alegría de su bisturí que había que cortar mis pobres amígdalas. No recuerdo cuánto tiempo pasó desde la emisión de la sentencia fatal hasta su cumplimiento, pero el caso es que aún ahora me veo atado de pies y manos a una silla ortopédica, en medio de una habitación fría con luz amarillenta, con la cabeza también inmóvil por una cinta de cuero al respaldo. El doctor Macho, con bata blanca y círculo metálico en la cabeza a guisa de ojo de Polifemo, se acerca en primer término provisto de un diábolico aparato que, al insertarlo en mi boca, la obliga a abrirse de par en par sin posibilidad de cierre mientras en segundo plano mi madre y mi tía abuela, cual dolorosas transidas, despliegan dos inmaculadas toallas a la espera del trágico desenlace. Mi padre, también presente al principio por aquello del qué dirán, en cuanto ve que el cíclope se me acerca con las peores intenciones, no puede contenerse y hace mutis por el foro desapareciendo de mi vista mientras el otorrinolaringólogo macho perpetra la carnicería.
Tan sólo recuerdo las blanquísimas toallas completamente manchadas por la sangre derramada y mi cuerpo mutilado bajando las escaleras en compañía de las dos dolorosas mientras en el zaguán de abajo me espera la figura contrita de mi padre con el regalo más hermoso de mi vida; un helicóptero militar con el que juego toda la tarde metido maternalmente en la cama, también llamada cine de las sábanas blancas. Muchos años después sufrí una convulsión interior fortísima cuando vi en la pantalla grande la operación militar de helicópteros wagnerianos sobre una aldea vietnamita. De lo que ya no estoy tan seguro es si yo iba en el helicóptero o corría hacia la selva mientras silbaban las balas.
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