Desde hace doscientos años, casi todos los ismos artísticos son excrecencias malolientes del romanticismo; simbolismo, parnasianismo, impresionismo, expresionismo, dadaísmo, surrealismo, futurismo, abstraccionismo, secuencialismo, conceptualismo. Todo beben del más nefasto invento romántico; el Yo y su hiperplasia, el genio, que se define como cualquier imbécil que, no conociendo las reglas elementales del arte, se cree un artista.
El imbécil cree que no tienen nada que aprender de nadie porque él es el mundo y su propio maestro. Desprecia las reglas porque la única regla por la que se guía es su ignorancia y su insolencia. El genio es la palabra talismán que le sirve para justificar su impotencia y la inspiración es el pasaporte que justificará su vagancia. De aquellos lodos estos polvos del diseño creativo, la inteligencia emocional, la cocina de autor, la deconstrucción de la tortilla y la menstruación de la cangreja; manifestaciones excelsas del complejo democrático-narcisista del “todo vale”, “sé tú mismo” y “haz lo que tú sientas”. Puro romanticismo. Cautivo y derrotado el principio de excelencia que se basa en el oficio, la tradición y el gusto por la obra bien hecha, cualquier peluquera de barrio, cualquier fontanero listillo puede ser un artista.
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