Para un creyente la no
creencia en Dios le resulta tan inaceptable, tan excéntrica, que suele
considerar al ateo como a un ser fallido, con una estructura síquica incompleta
y trunca o, en el mejor de los casos, como alguien poseído por una locura
transitoria que desaparecerá con los años, madurez, o con la proximidad de la
muerte, miedo.
Un ateo piensa del
creyente justo lo contrario. Un creyente es para un ateo alguien que ha
convertido una época transitoria y fugaz, la infancia, en una categoría
inmutable. La infancia es el reino del pensamiento mágico donde anidan todas
las creencias; los reyes magos, el ratoncito Pérez, las hadas…y Dios, por
supuesto.
Por eso cuando, a
veces, me encuentro con creyentes que me hablan de su religión, no puedo evitar
cantarles alguna canción de cuna.
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