En la ciudad donde nací hay un
trozo de muralla desde la que se cayó un caballo por Navidad. Formaba parte de
una cabalgata de reyes en la que iba mi padre haciendo de rey negro sin que yo
lo supiera. Tampoco supo mi hijo, muchos años después del caballo, que yo era
el rey que le habló con voz muy grave en la fiesta de la guardería. No sé si
hacía de Gaspar o de Melchor.
Lo único que sé es que me puse el vestido de rey
con barba y corona, me senté en una silla forrada de papel dorado y recibí uno
a uno a todos los niños de la clase de mi hijo con mi voz grave. Algún día
tendré que mirar donde las fotografías, aunque lo dudo. No sé exactamente dónde
están las fotografías de cuando era y dejé de ser. Sé que están en algún lado
oscuro de la memoria, pero creo que mi memoria no quiere que yo las encuentre.
Es más, estoy seguro que mi memoria se ha conchabado con mi escritura para que
no encuentre las fotografías y así no tenga más remedio que escribir.
Cuando veo, no escribo. La vista
es muy absorbente. No deja nada a la imaginación y muy bien que hace. Cuando veo,
es como si estuviera haciendo fotografías con las manos de teclear sujetando la
cámara y dándole al botón y claro, así ¿Cómo va uno a escribir si tiene las
manos de la escritura puestas en la actitud de disparar?
Además no tiene sentido que uno
grabe imágenes en la cámara y al mismo tiempo imagine cosas para escribir. Las cosas
de escribir son de la imaginación y las cosas de ver pertenecen a la imagen y
pan con pan, comida de tontos, que es lo que me decían mis padres cuando eran
plurales en la ciudad donde nací.
Ahora solo tengo un padre en
singular que se acuerda todos los días de cuando había que añadirle una
maternal ese a su nombre común y solitario. Por eso juega siempre dos números a
los cupones; el nueve que es el suyo y el trece, el de mi madre. Por eso se va
a donde el paseo a encontrarse con otros hombres solos y tan viejos como él
para hablar de cuando eran dos y por eso, a veces, cuando menos me lo espero,
me dice “vamos a ver a tu madre” y allí que nos encaminamos los dos en mi coche;
yo, con las manos de escribir y él, con su pañuelo en el bolsillo de limpiar la
lápida…
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