Mi amigo del alma Cristian Noyer, de padre español y madre francesa, es un franchute de mierda que nació en Suecia, se formó en Francia y, cuando iba a ingresar en la Escuela de Altos Estudios para hacer un doctorado en Cine y Literatura, se vino a vivir a lo más bajo de España, Málaga concretamente, donde regenta por la costa un festival de cine moribundo. Autor de un par de libros emblemáticos: “Ladrillo español y Cine” y “El cine ladrillo en España”, aún permanecen inéditos porque no hay un editor con los suficientes redaños. Poeta infame, es también autor de varias novelas geniales de zombis entre las que destaca: “España: Guerra zombi por el ladrillo”.
Mi amigo Cristian Noyer es un especialista en festivales de cine de tercera categoría, que surgieron como hongos en la dichosa época del ladrillazo, cuando no había pueblo sin festival de cine ni festival de cine sin homenaje al actor patatero de serie casposa o a la momia insigne del cine español. Un día me sorprendió con una autobiografía cinéfila no autorizada ni por él mismo, “Cementum”, donde cuenta sabrosísimas anécdotas entre las que sobresale aquella en que se comió con patatas a un cómico muy famoso durante una comida con ocho comensales, hartos de sus chistes fáciles y de su divismo antiguo. Durante los postres no se le ocurrió otra cosa al divino cómico que referirse a los Monty Phyton y aquí entró el Noyer imitando a los personajes principales de “La vida de Brian” en español primero y después en una surrealista versión inglesa en medio de la rechifla general de todo el restaurante puesto en pie, aplaudiendo a rabiar mientras el cómico, cariacontecido y acobardado, me confesaba: “Es gracioso tu amigo”.
Efectivamente, mi amigo Cristian Noyer es la alegría de vivir personificada en un cuerpo de osito de peluche muy apropiado para la caza y captura de chochitos bálticos, su gran debilidad. Desde un estricto punto de vista gramatical, es en los mundos gélidos de la Europa del Norte, desde la madrecita Rusia hasta Escandinavia, donde el cuerpo de Cristian Noyer transmuta en tiburón asalmonado y voraz, capaz de llevarse al catre con sólo una mirada de soslayo a cualquier nativa que se le ponga a tiro. Y se ponen. Vaya que si se ponen.
Todavía tengo alojada en mi memoria, pixel a pixel, la fotografía del Noyer en una dacha en pleno invierno, hasta las rodillas de nieve, con un gorro militar de la Unión Soviética, CCCP y a su lado, protegiéndolo de las inclemencias de esta vida trabajada, un par de rusas desnudas y esculturales. Aún hoy, en pleno verano del sur, siento escalofríos.
Pero Cristian Noyer es mucho más que eso. Cristian Noyer es mi padre literario. Él fue quien me sacó de la agrafía más atroz en que me encontraba desde que nací. Siempre supe que estaba dotadísimo para ser un escritor con casa en Connecticut, pero una circunstancia aciaga ocurrida a mis doce años hizo que renunciara por completo. Puse entonces todas mis potencias creadoras en otro oficio que me hacía depender enteramente de los otros. En resumen, mi vida creadora era una mierda.
Fue entonces cuando se produjo el hecho detonante, el momento histórico en que me caí del caballo con todos mis avíos y vi la luz durante una conversación con el Noyer. Por lo general, todas nuestras conversaciones eran deliciosamente monotemáticas pues versaban sobre sexo guarro y petardas. De vez en cuando las trufábamos con temas filosóficos y artísticos. Fue en uno de esos breves pero intensos incisos cuando el Noyer me habló de un proyecto de libro que estaba preparando sobre cómo el cine había reflejado a los grandes dictadores del siglo XX; Stalin, Hitler, Mussolini y Franco.
Incauto de mí, le dije que sería interesante analizarlos desde el punto de vista de la actuación. Incluso le propuse un título; La muerte como espectáculo. Mi amigo aceptó mi proposición y me dijo que escribiera un capítulo. No pude rechazar su amable invitación y así fue cómo rompí de una puñetera vez el telón de acero en que había encerrado a mi pobre alma durante cuarenta años. Toda una dictadura. El libro se llama “Dictadores en el cine. La muerte como espectáculo”. Y ahí, indisolublemente unidos, aunque gráficamente separados, aparecen nuestros nombres.
Mi amigo Cristian Noyer es un especialista en festivales de cine de tercera categoría, que surgieron como hongos en la dichosa época del ladrillazo, cuando no había pueblo sin festival de cine ni festival de cine sin homenaje al actor patatero de serie casposa o a la momia insigne del cine español. Un día me sorprendió con una autobiografía cinéfila no autorizada ni por él mismo, “Cementum”, donde cuenta sabrosísimas anécdotas entre las que sobresale aquella en que se comió con patatas a un cómico muy famoso durante una comida con ocho comensales, hartos de sus chistes fáciles y de su divismo antiguo. Durante los postres no se le ocurrió otra cosa al divino cómico que referirse a los Monty Phyton y aquí entró el Noyer imitando a los personajes principales de “La vida de Brian” en español primero y después en una surrealista versión inglesa en medio de la rechifla general de todo el restaurante puesto en pie, aplaudiendo a rabiar mientras el cómico, cariacontecido y acobardado, me confesaba: “Es gracioso tu amigo”.
Efectivamente, mi amigo Cristian Noyer es la alegría de vivir personificada en un cuerpo de osito de peluche muy apropiado para la caza y captura de chochitos bálticos, su gran debilidad. Desde un estricto punto de vista gramatical, es en los mundos gélidos de la Europa del Norte, desde la madrecita Rusia hasta Escandinavia, donde el cuerpo de Cristian Noyer transmuta en tiburón asalmonado y voraz, capaz de llevarse al catre con sólo una mirada de soslayo a cualquier nativa que se le ponga a tiro. Y se ponen. Vaya que si se ponen.
Todavía tengo alojada en mi memoria, pixel a pixel, la fotografía del Noyer en una dacha en pleno invierno, hasta las rodillas de nieve, con un gorro militar de la Unión Soviética, CCCP y a su lado, protegiéndolo de las inclemencias de esta vida trabajada, un par de rusas desnudas y esculturales. Aún hoy, en pleno verano del sur, siento escalofríos.
Pero Cristian Noyer es mucho más que eso. Cristian Noyer es mi padre literario. Él fue quien me sacó de la agrafía más atroz en que me encontraba desde que nací. Siempre supe que estaba dotadísimo para ser un escritor con casa en Connecticut, pero una circunstancia aciaga ocurrida a mis doce años hizo que renunciara por completo. Puse entonces todas mis potencias creadoras en otro oficio que me hacía depender enteramente de los otros. En resumen, mi vida creadora era una mierda.
Fue entonces cuando se produjo el hecho detonante, el momento histórico en que me caí del caballo con todos mis avíos y vi la luz durante una conversación con el Noyer. Por lo general, todas nuestras conversaciones eran deliciosamente monotemáticas pues versaban sobre sexo guarro y petardas. De vez en cuando las trufábamos con temas filosóficos y artísticos. Fue en uno de esos breves pero intensos incisos cuando el Noyer me habló de un proyecto de libro que estaba preparando sobre cómo el cine había reflejado a los grandes dictadores del siglo XX; Stalin, Hitler, Mussolini y Franco.
Incauto de mí, le dije que sería interesante analizarlos desde el punto de vista de la actuación. Incluso le propuse un título; La muerte como espectáculo. Mi amigo aceptó mi proposición y me dijo que escribiera un capítulo. No pude rechazar su amable invitación y así fue cómo rompí de una puñetera vez el telón de acero en que había encerrado a mi pobre alma durante cuarenta años. Toda una dictadura. El libro se llama “Dictadores en el cine. La muerte como espectáculo”. Y ahí, indisolublemente unidos, aunque gráficamente separados, aparecen nuestros nombres.
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