Una calurosa tarde de verano vi a un cerdo andar por una calle céntrica. La estrechura de la calle hacía más nítida la visión del cochino que contrastaba con el asfalto recalentado. No había un alma. Tan sólo los ojos de un niño de trece años que leía Romeo y Julieta en el sillón de orejeras de su abuela, al lado de la ventana con la persiana casi echada. La persiana era verde con una cuerda en medio. Cuando estaba totalmente echada, la cuerda se extendía lánguida sobre la pared o reposaba como una serpiente sobre el alféizar. Cuando la persiana estaba subida, aunque sólo fuera un poco, la cuerda se tensaba atada a un pequeño cáncamo que sobresalía del marco de madera. La cuerda se introducía por el agujero y se ataba con un lazo simple. Con el calor, las tablillas de la persiana despedían un olor característico.
Ese verano me dio por ir todas las tardes a casa de mi tía a leer. Mi tía tenía un nombre griego y una grafía primorosa Allí también fumé mis primeros cigarrillos rubios sin boquilla. Lo hacía en la ventana de la salita de entrada que estaba un poco apartada del salón. La biblioteca de mi tía era humilde. Unos cuantos libros aleccionadores, algunas biografías y la joya de la corona. Las obras completas de Shakespeare.
Mucho tiempo pasé en el mundo sin saber que Shakespeare era la conjunción de dos palabras latinas; succutere y sparus. Pasará todo el tiempo del mundo y jamás sabré si el cerdo que ví fue real o un sueño de aquella tarde de verano. No importa. Desde el sillón de orejeras de mi abuela, sé que estoy hecho de la materia de mis sueños…
2 comentarios:
Cuando relata así, me produce mucha envidia.
Es magnífica su forma de relatar.
Un abrazo
Usted me abruma y me da ánimos para seguir.Hay mucho trabajo gustoso y muchas horas para narrar lo esencial. No se imagina usted lo que corrijo suprimiendo frases y palabras como loco. Lo releo y aún noto que me sobran algunas...En fin.
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